Moriscos y Gauchos: Historia de un Legado


         El nombre ‘español’ no puede aplicarse indistintamente a cualquier vestigio colonial originado en la España del siglo XVI porque todavía seguían residiendo en ella miembros y ex-miembros de la comunidad musulmana cuyas creencias y costumbres se diferenciaban netamente de las del sector cristiano. Serán precisamente los descendientes de musulmanes los más necesitados de abandonar España cuando en 1609 se decrete un edicto de expulsión contra su comunidad.
         Al mismo tiempo, el movimiento humano que supone la colonización del Nuevo Mundo brindaría la ocasión de que estos moriscos, disimulando su origen, aprovecharan las ventajas de radicarse en América. Es ese mecanismo el responsable del traslado al Río del Plata de rasgos culturales, materiales y psicológicos que evocan, desde entonces, la presencia del lejano marco islámico dentro del que habían vivido los moriscos antes de la cancelación jurídica de su comunidad.

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*Introducción

         Un sabio del Islam, Sheykh Abdul Kerim Effendi (qs), ha dicho que lo más peligroso que un hombre puede hacerse a sí mismo es desconocer de dónde proviene, desconocer su propia historia, por lo que en este espacio nos hemos propuesto darle un lugar a nuestra historia desde el conocimiento real de nuestras raíces culturales, raíces encargadas de forjar una identidad tradicional original que nos define como argentinos. En estos tiempos que corren, tiempos de desarraigo y aculturación, creemos fundamental el hecho de revalorizar las referencias culturales que nos pertenecen con el debido respeto que les corresponde, para lo cual es necesario el conocimiento desapasionado de los procesos históricos que han constituido nuestro ser diferencial. Consideramos que como argentinos poseemos una identidad tradicional definida y que se refleja definitivamente en los colores de nuestra cultura vernácula: desde los hábitos y costumbres, hasta nuestro folklore y nuestro idioma, reflejan ese ser que nos identifica entre las demás culturas del mundo. Y el modelo por antonomasia de la cultura argentina es la Tradición Gaucha, a la que asisten en su origen una gran cantidad de elementos morisco-andaluces de trasfondo netamente islámico-oriental. De aquí que tomemos a nuestro Gaucho como referente al momento de estudiar procesos y sentar precedentes.
         Es así que el gusto personal con que hemos emprendido esta tarea de investigación y difusión es doble, lo cual esperamos compartir con nuestros lectores: por un lado el gusto como argentinos de ahondar en nuestras raíces tradicionales, intentando humildemente conocer algo más de aquello que nos constituye como un pueblo original, amándolo e identificándonos placenteramente con su forma y color; por el otro el gusto como musulmanes al descubrir que en el proceso germinador de estas raíces han intervenido pulsiones inconfundibles de un acervo islámico, herencia que ha sido por mucho tiempo ocultada tras las cortinas del mito eurocentrista impuesto por cierta visión histórico-política que, durante generaciones apoyadas por la inmigración masiva, hizo mella en la mentalidad de nuestro país.
         Por lo tanto, ya es tiempo de que conozcamos y valoremos lo que es nuestro, lo que nos pertenece y nos identifica, y que nos apoyemos en ello para poder crecer cultural y espiritualmente sin la opaca necesidad de acudir a lo foráneo en busca de soluciones mágicas que en nada nos pertenecen.


*La Importancia del Gaucho

        “El gaucho, es decir, el hombre argentino tal como emerge del seno del mito, es el cimiento de nuestra vida nacional” (El Mito Gaucho, C. Astrada)
         
         Antes de comenzar con nuestra exposición aludiremos brevemente a la importancia que tiene lo gauchesco en la configuración de lo que se ha dado en llamar nuestro ‘ser nacional’, para luego así derivar de ello la gran influencia que tuvieron en su emergencia los elementos de origen hispanomusulmán que expondremos más adelante.
         En gran medida el gaucho -o lo gauchesco-, como representante de nuestro ser nacional, surge a raíz de la reivindicación del poema Martín Fierro escrito en dos partes por don José Hernández entre los años 1872 y 1879.
         El origen de esta vindicación -reacción tradicionalista frente a la ola foránea llegada con la inmigración que amenazaba desintegrar el espíritu propiamente argentino- puede rastrearse hacia el año 1913, momento en que el escritor argentino Leopoldo Lugones pronuncia una serie de conferencias en el Teatro Odeón de Buenos Aires, que unos años después serán recogidas en la obra literaria titulada El Payador. En ellas Lugones desarrolla un análisis de la figura emblemática del trovador de la pampa para seguirlo de otro sobre el poema de Hernández, calificándolo como ‘el libro nacional de los argentinos’, reconociendo al gaucho su calidad de genuino representante del país, emblema de la argentinidad. En tanto que el poema, para el escritor y periodista Ricardo Rojas, otro de sus grandes reivindicadores, representaba el clásico argentino por antonomasia.
         Criado en las faenas camperas, lo que naturalmente lo llevó a involucrarse con gauchos desde niño, José Hernández al comienzo del poema revela a Martín Fierro como el prototipo del gaucho: se presenta como cantor, hombre independiente, laborioso, pacífico, valiente, conocedor del campo y sus actividades, y, ante todo, libre. En la cultura de nuestro país se ha llegado a asimilar de tal modo lo gauchesco a José Hernández que el Día de la Tradición se celebra el 10 de noviembre, fecha de nacimiento del poeta, y el Día del Gaucho el 6 de diciembre, fecha de la aparición de la primera parte del poema.
         Sin embargo, si bien la obra de Hernández supone un hito fundamental en la instauración de lo gauchesco como sinónimo de argentinidad, encontramos que el gaucho como entidad real ha sido un personaje clave en la historia argentina y en nuestra constitución tanto social como cultural en cuanto a nación tradicionalmente definida en el mundo. Parafraseando al citado Lugones:
         “Hallamos que todo cuanto es origen propiamente nacional, viene de él. La guerra de la independencia que nos emancipó; la guerra civil que nos constituyó; la guerra con los indios que suprimió la barbarie en la totalidad del territorio; la fuente de nuestra literatura; las prendas y defectos fundamentales de nuestro carácter; las instituciones más peculiares, como el caudillaje, fundamento de la federación, y la estancia que ha civilizado el desierto: en todo destacase como tipo. Durante el momento más solemne de nuestra historia, la salvación de la libertad fue una obra gaucha. La Revolución estaba vencida en toda la América. Solo una comarca resistía aún, Salta la heroica. Y era la guerra gaucha la que mantenía prendido entre sus montañas aquel último fuego. Bajo su seguro pasó San Martín los Andes, y el Congreso de Tucumán, verdadera retaguardia en contacto, pudo lanzar ante el mundo la declaración de la independencia”.
         Sin embargo, aquí pondremos énfasis en el aspecto netamente cultural de lo gauchesco y en la incidencia que en ello han tenido elementos de origen hispanomusulmán (morisco).


*El Gaucho, avatar sudamericano del árabe musulmán.

         Comenzando con nuestra labor de investigación, informaremos que numerosos han sido los autores clásicos y contemporáneos de la Argentina que han hablado de nuestro gaucho como un avatar de lo “árabe” trasplantado al suelo de nuestro país. Debemos aclarar que “árabe” es un mero concepto alusivo que señala al conjunto de patrones orientales que estos autores hallaron en el gaucho.
         Por ejemplo el filósofo argentinista Carlos Astrada, en su libro El Mito Gaucho, dice que como argentinos nuestro efectivo ascendiente étnico es netamente árabe, haciendo referencia, claro está, a las primeras generaciones de criollos que habitaron en nuestro litoral.
         El primer gran teórico sobre los orígenes hispanomusulmanes del gaucho fue el jurisconsulto, escritor y periodista Federico Tobal (1840-1898), quien dice: “El traje del gaucho no es más que una degeneración del traje del árabe y aún los dos hombres se confunden al primer aspecto. El chiripá, el poncho, la chaqueta, el tirador, el pañuelo en la cabeza y bajo el sombrero, no son más que modificaciones de las piezas del vestido árabe, pero modificaciones ligeras y que no constituyen un traje aparte como el nuestro europeo. El habitante de nuestra campaña no ha creado este traje como vulgarmente se afirma, fundándose en que está indicado por el medio en que vive. Él lo ha recibido de sus mayores que lo crearon precisamente por la razón indicada y lo conserva con la adhesión apasionada que inspiran los hábitos heredados. Y hace bien en conservarlo, porque es bello, como hacen mal los que predican su supresión como ‘si el hábito hiciera al monje’ y como si la civilización estuviese en las tijeras del sastre francés o inglés. Ese traje era el que llevaba Avicena y Averroes y el que vistieron califas eminentes, y Sófocles y Virgilio, cuyos bustos veneramos en nuestros gabinetes y cuyas obras admiramos, jamás conocieron más que la toga y la clámide (...) Todo en el gaucho es oriental y árabe: su casa, su alimento, su traje, sus pasiones, sus vicios y virtudes y aún sus creencias. (...) Interminable sería agotar esta tesis. Las cosas, los hechos y los accidentes de relación que constatan el origen se ofrecen por doquiera. La semejanza es tan viva que basta la más ligera atención para percibirla. (...) Por mayor que sea la indolencia en que haya caído el gaucho, carecerá de árboles o de huerto su hogar, pero no carecerá del pozo que es la cisterna (jagüel o aljibe) para las frecuentes abluciones, alta necesidad de sus costumbres que se nota especialmente entre los pueblos paraguayo y correntino y que no es ciertamente de origen indio” (F. Tobal: Los libros de Eduardo Gutiérrez: El gaucho y el árabe, notas en el diario La Nación de Buenos Aires los días 16, 23 y 28 de febrero y el 2 y el 4 de marzo de 1886).
         El poeta e investigador entrerriano Marcelino Román, en su obra El Itinerario del Payador, nos dice lo siguiente:
         ‘Unos ven en el gaucho un árabe, por su aspecto y por entender que la sangre morisca de los andaluces fue la que principalmente afluyó a las pampas con la conquista y la colonización hispánica (…).
         A menudo los gauchos han sido comparados con los árabes. “Estos árabes sudamericanos”, dice Mac Cann, después de observar a un grupo de conductores de carretas. “Tienen un sorprendente aspecto de árabes o de beduinos”, expresa León Palliére.
         Sarmiento también estableció semejanzas entre los gauchos y los árabes no solamente en sus rasgos fisonómicos, sino también en cuanto a los usos, las costumbres e inclinaciones. Para Mitre el gaucho era “una especie de árabe y cosaco”, que poseía el fatalismo del primero. (…) Para Groussac él era “hermano del árabe nómada trasplantado a la pampa americana”.      Consideraciones análogas formuló Carlos Octavio Bunge.
         Enrique Gómez Carrillo, fino cronista, curioso trotamundos, que visitó por primera vez la Argentina en 1914, vio también al gaucho “con cara y con alma de árabe”. (…)
         Los gauchos rioplatenses han sido parangonados con los llaneros de Venezuela. Y allá también aparece la tendencia que venimos señalando.
         Al hablar de la gente de su tierra venezolana Rafael María Baralt, prestigioso escritor del siglo pasado, decía que las costumbres de los llaneros, “por una singularidad curiosa, eran y son aún tártaras y árabes más que americanas y europeas”. Agregaba que “sus dichos, festivos siempre y en ocasiones profundamente epigramáticos, participan del gracejo y donaire natural de la risueña Andalucía”.
         Escritores de la época actual se expiden en parecidos términos. Vemos, pues, prevalecer la creencia de que en el hombre de los llanos de la América del Sur preponderan los rasgos procedentes de la herencia árabe trasmitidos a través de los andaluces y que por eso es un poeta intuitivo.’ (El Itinerario del Payador, Cap.: El Payador en el Cuadro Histórico, Social y Cultural)
         Carlos Octavio Bunge (1875-1918), en un discurso pronunciado en la Academia de Filosofía y Letras, en 1913, dice del gaucho:
         “Por sus facciones correctas, sus sedosos cabellos y barba, y sobre todo por la gracia emoliente de sus mujeres, recordaba al árabe trasplantado a las orillas del Betis (es decir, a los andaluces).”
         El escritor, poeta y tradicionalista catamarqueño Luis L. Franco (1898-1988), en su libro El otro Rosas señala lo siguiente: “La ascendencia de los jinetes del desierto arábigo o africano está presente en más de un detalle: el uso de riendas abiertas para sujetar el caballo si desmonta el jinete; el cabalgar derecho en la silla; el trepar sobre ella de un salto sin tocar el estribo mientras el caballo avanza. (...) El nuevo hombre ya no es español, por cierto. Por el lado de su sangre india le viene la aptitud para el dominio de la desaforada llanura, por el otro lado también: la sangre medio mora de España ha recobrado en la pampa su medio originario de desierto poblado de galopes. (...) El gaucho come carne y bebe mate amargo. Mate y carne de vaca (por eso asegura Lugones: ‘El gaucho nunca fue alcoholista’. -El Payador, pág. 50). (...) El aduar árabe, la toldería pampa misma, significan, cada cual a su modo, una asociación efectiva (...) El gaucho no es propiamente un nómade, ni tampoco lo contrario; es más bien, si se quiere, un sedentario a caballo. Diríamos que nace a caballo, pues el niño es, a los cuatro años, un jinete delante de Dios... (...) Como en las tribus árabes, aquí el cantor es agente de sociabilidad, es decir, de cultura. Todo gaucho es músico, pero en las broncas coplas del payador, el corazón de los hijos del desierto balbucea el lenguaje confraternal de la poesía. (...) Desde luego, el gaucho no era un salvaje, pues, por raro que parezca, el admirable espíritu de la cortesía árabe-española (islámica), que la opresión político religiosa (de la inquisición) no pudo extinguir del todo en la Península, persistió en él” (L.L. Franco: El Otro Rosas, Editorial Schapire, Buenos Aires, 1968, págs. 79-108 y 125).
         El agrimensor, historiador y costumbrista Aníbal Cardoso (1862-1923), en uno de sus artículos escribe lo siguiente: “Es un hecho realmente curioso que después de luchar los españoles durante ocho siglos con los árabes hasta desalojarlos de la Península, vinieran pocos años después a colonizar nuestro país, donde sus hijos nacerían con el instinto y crecerían con la tendencia del amor al caballo, tan arraigado entre los moros, sus seculares enemigos. Si a esto se agrega el amor a la vida libre, el culto al valor y a la hospitalidad, la afición a los actos heroicos y caballerescos, y la frugalidad estoica en los tiempos de miseria, tenemos que nuestros gauchos han sido los árabes del Plata”. (Aníbal Cardoso: Los atributos del gaucho colonial, en el Boletín de la Junta de Historia y Numismática Americana; Buenos Aires, 1928, v. 5, págs. 71-91; citado también por Gabriel Taboada en Gauchos, Tea, Buenos Aires, 1992, pág. 159)
         Continuando con esta serie de consideraciones, el político e historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), en El Gaucho y el Indio Pampa (1855), nos da la siguiente observación: “El gaucho de la pampa es como el árabe del desierto, es el beduino de la América, su traje, sus costumbres (…); su chiripá es el bornuz, su caballo su única propiedad, el puñal es su amigo, y su casa la sombra del ombú cuyo follaje lo refresca en la travesía cual el árabe reposa al pie de la palmera. (…)”
         Tal vez dos de los más grandes reveladores de la genética hispanomusulmana en nuestro gaucho han sido Domingo Faustino Sarmiento y Leopoldo Lugones, a quienes acudiremos más adelante.
         A continuación nos permitiremos una breve aproximación histórica a esta genética, cómo se produce y cómo llega a América.


*Mudéjares, Moriscos y Mestización

         El erudito francés René Guénon nos dice que cuando una tradición se encuentra a punto de desaparecer o extinguirse, sus últimos representantes traspasan voluntariamente a la memoria colectiva de un pueblo o comunidad los restos de esa tradición que de otra manera se perderían irremediablemente. Así hay una ‘supervivencia’ de elementos tradicionales que se conservan en el ámbito de la cultura popular, cuyas manifestaciones se han dado en llamar ‘folklore’. Resulta entonces que las formas y los colores de una tradición censurada y a punto de desaparecer subsisten en el resultado de atisbos residuales que se conocen como folklore y que representan la expresión y difusión del patrimonio cultural de un pueblo o etnia en particular. Nuestro folklore argentino, representado por el tradicionalismo gaucho, no se encuentra exento de tal apreciación.
         Nuestro folklore gauchesco ha sido el recipiente en el que fueron vertidos los atisbos residuales de una tradición que por mucho tiempo fue censurada, perseguida y que para el momento en que el gaucho nacía a la vida, estaba casi ya extinta para un determinado grupo humano, en un determinado tiempo y lugar. Esta tradición fue el Islam, el grupo humano fue el de los moriscos, y el espacio-tiempo mencionado es el concerniente al desarrollo de la conquista católica de la Península Ibérica luego de siete siglos de cultura islámica.
         La Tradición Islámica ingresa en la península Ibérica hacia el año 711 de la mano de Táriq ibn Ziyad, general amazigh del por entonces gobernador del Califato Omeya en el norte de África, Musa ibn Nusair. Los gobernadores del Califato Omeya eran de origen árabe, quienes, partiendo desde Arabia se asentaron en Damasco (capital del califato en lo que hoy es Siria) para luego gobernar sobre el norte de África. En aquel entonces el norte de África estaba habitado por diversas etnias Imazighen (también llamadas ‘bereberes’) como los Cabileños, Chleuh, Tuaregs, etc. Imazighen (en singular ‘amazigh’) quiere decir ‘hombres libres’, como se llaman a sí mismos, denominación común en Marruecos y Argelia.
         ‘Bereber’ procede de la adaptación árabe de ‘barbr’ del término griego ‘barbaros’ (atención a la dicotomía que luego establecerá Sarmiento). En la antigüedad los griegos conocían a los bereberes como Libios y los romanos los llamaban ‘numidios’ o ‘mauritanos’. Los europeos medievales los incluyeron en los ‘moros’, palabra procedente de ‘mauro’, es decir, ‘de piel oscura’ (de aquí ‘moreno’), nombre que aplicaban a todos los musulmanes del norte de África. A este respecto es importante lo que el antropólogo francés Atgier señala: “Si entre griegos y romanos ‘moro’ equivalía a ‘negro’, en la lengua bereber ‘negro’ se decía y se dice ‘berik’. En varios dialectos de estas gentes el masculino plural se forma del prefijo ‘iberik’, pues significa ‘los negros’. En otros dialectos se prescinde del prefijo y ‘berik’ es lo mismo en plural. Si en este vocablo suprimimos la terminación ‘ik'’, que adjetiva así como ‘ico’ en ‘ibérico’, y se dobla la radical ‘ber’ -lo que es bastante común en los idiomas del norte de África- obtenemos la voz ‘berber’. Resulta, pues, que ‘moro’, ‘íbero’ y ‘bereber’ indican un pueblo primitivamente de piel oscura, que se ha ido modificando por mezcla con otros que sucesivamente fueron ingresando al país.” Es decir, estos moros y bereberes de ancestro musulmán serán los encargados de poblar Al-Ándalus y de llevar su cultura heredera del oriente.
         Como Al-Ándalus se conocerá entonces al territorio de dominio islámico en la Península Ibérica.
         Hacia mediados del siglo XIII, al-Ándalus quedará reducido al reino nazarí de Granada, el cual capitula ante los Reyes Católicos en el año 1492.
         Se llamó Mudéjares a los musulmanes que permanecieron viviendo en territorio conquistado por los cristianos y bajo su control político. El término deriva de la palabra árabe Mudayyan que significa ‘doméstico’ o ‘domesticado’. En su gran mayoría, de condición social humilde, eran campesinos con una especial vinculación con las tareas rurales o artesanos especializados (y estos son datos a tener en cuenta para la posterior incidencia que aquellas tareas tuvieron en la forja de las culturas ecuestres y rurales en Sudamérica).
         En un principio, las condiciones de la rendición del reino nazarí de Granada permitían a los musulmanes la continuidad y el ejercicio de la religión y la cultura islámica; sin embargo hubo un rotundo incumplimiento de lo pactado ya que se formaron misiones que intentaron convertir a los musulmanes al cristianismo, lo que motivó los primeros conflictos.
         En el año 1499 se le encomienda al Cardenal Cisneros la tarea de persuadir con más dureza la conversión de mudéjares al cristianismo. Este hombre no dudará en emplear métodos represivos para lograr su objetivo, lo que lo llevó a cometer actos tan desafortunados como la quema de librerías islámicas en diciembre del mismo año. Más de ochenta mil manuscritos de la España islámica se perdieron para siempre tras el afán inquisidor de borrar la identidad islámica.
         En el año 1500, y debido a la persecución incesante de que eran objeto los mudéjares, se produce el levantamiento popular del barrio de Albaicín. Debido a este, en febrero de 1502 se emite una Pragmática que ordenaba la conversión de los musulmanes o su expulsión. A partir de estas conversiones forzadas, los mudéjares pasaron a ser denominados ‘moriscos’, diminutivo despectivo de ‘moro’. Los moriscos también fueron conocidos como ‘cristianos nuevos’, denominación que sentará una distinción racial discriminativa entre los descendientes de moros y los cristianos viejos.
         En 1566 Felipe II prohíbe el uso de la lengua árabe, de vestimentas y ceremonias de origen musulmán. Esto desata la rebelión de las Alpujarras (1568-1571). Tras esta fracasada rebelión, la nobleza española, cegada por un furor racista, presiona al Rey para que proceda a la expulsión masiva de los moriscos. Esta se llevó a cabo entre los años 1609 y 1614. Los moriscos entonces se asentaron en  el norte de África. Algunos se quedaron en España y Portugal, fingiendo ser cristianos nuevos o gitanos, pero permaneciendo fieles a la fe islámica. El resto emigró a América en similares condiciones de clandestinidad.
         Hacia finales del siglo XVI se estima que la población morisca en los reinos peninsulares podía oscilar entre las 300.000 y 500.000 personas. Se concentraban fundamentalmente en el Reino de Valencia y en Extremadura, Murcia y Andalucía. Odiados por los cristianos viejos, rechazados por la corona y detestados por la Iglesia, que dudaba de la sinceridad de su conversión, los moriscos devinieron en una masa objeto de toda clase de sospechas y de imposible integración por cuanto suponía la pervivencia dentro de España de un pueblo inasimilable y hostil.
         De los colonizadores venidos de España a tierras americanas, sabido es que el grupo más numeroso procedía de Andalucía, la región cuyo pasado nombre, al-Ándalus, como dijimos, fue el dado por los musulmanes a todo el territorio peninsular conquistado por ellos a partir de 711. El índice geobiográfico de cuarenta mil pobladores españoles de América reunido por Peter Boyd-Bowman, prueba que el continente andaluz fue mayoritario en los primeros tiempos del período antillano, al formarse el sedimento inicial de la sociedad colonial americana; después, aunque no mayoritario, fue doble o triple que el de cualquiera de las regiones más aportadoras.
          Ahora bien, desde el hecho de encontrar voces y modismos de procedencia árabe en el primitivo lenguaje colonial, voces que pervivieron en el idioma de América y que sin embargo no se hallan en el castellano de  España, y notables pautas culturales que arraigaron en suelo americano y que no se deben confundir con el exiguo legado transmitido por los españoles del sector cristiano europeo, nos permite inferir la presencia del elemento humano morisco que se encontró afianzado desde un principio de la sociedad colonial americana, y esto tiene que ver con la huida de este elemento humano de condiciones de vida difíciles y hostiles. El historiador español Antonio Dominguez Ortíz afirma que venir a América para el europeo normal se presentaba como una empresa muy costosa y arriesgada, que sólo intentarían aventureros, perseguidos políticos y religiosos y otras categorías excepcionales. Los moriscos, descendientes de musulmanes, serán los más necesitados de abandonar España luego del decreto de expulsión decretado en 1609 contra su comunidad. Al mismo tiempo, el movimiento humano que supone la colonización del Nuevo Mundo brindaría la ocasión de que estos moriscos, disimulando su origen, aprovecharan las ventajas de radicarse en América.
         El historiador mejicano Hernán G. H. Taboada explica que luego de la conquista de Granada, entre los cristianos viejos se veía favorablemente el envío de moriscos hacia otras tierras ya que temían su crecimiento demográfico en la Península debido a que ni la censura religiosa ni la emigración voluntaria impedían su aumento. Ante lo cual, entre la gran cantidad de soluciones propuestas figuran las de enviarlos a regiones americanas, como por ejemplo a la inhóspita Terranova o como Bernardino de Escalante aconsejaba a Felipe II, en una carta del año 1596, que “aunque sea disimuladamente, debe su Majestad mandar que todos los años se saquen con este nombre de pobladores cantidad de moriscos con sus mujeres e hijos, de los lugares donde habitan que más a propósito pareciere, sin respetar a ricos ni a pobres, y llevarlos a embarcar a los puertos cuando se ofrecieren flotas que partan a Tierra Firme, Honduras y Nueva España” y repartirlos en poblaciones de españoles e indios, dándoles tierras y ocupaciones, aislándolos y ocupándolos en expediciones de conquista.
         Igualmente la conocida laboriosidad de los moriscos hizo que en ocasiones se los requiriese en América, por ejemplo, para instalar obrajes de seda en Nueva España sugirió su envío el obispo Zumirraga hacia 1540; un pedido semejante hacía el arquitecto italiano Juan Bautista Antonelli para las obras de fortificación en Cuba. A pesar que estas sugerencias no fueron atendidas, los moriscos bien pudieron ingresar a América hasta el año 1578, momento en que se les hizo extensivo el cierre al Nuevo Mundo: los que ya habían llegado deberían ser devueltos a España. Sin embargo siguieron llegando y los ecos de su presencia resuenan hasta el fin de la Colonia. La Inquisición los creía descubrir con frecuencia y les atribuía creencias y conjuras.
         A pesar de las prohibiciones y las persecuciones, la presencia de moriscos en el Nuevo Mundo es la más documentada y mencionada; Taboada cita: los cronistas del Perú, la obra en verso de Juan de Castellanos, la Crónica del Potosí de Arzáns de Orsúa y Vela, los archivos protocolares y los procesos de la Inquisición dan nombres y ejemplos; soldados, guardaespaldas, artesanos, esclavos, concubinas de origen morisco, que a veces llevan como sobrenombre la marca de su origen, practican sortilegios y curaciones o interpretan sueños, lo que ya en España era típico de su grupo. Taboada hace notar que también es posible que hubiera moriscas esclavas o libres llevadas a Indias para ejercer la prostitución, aunque también se habla de un morisco que llegó a cacique de un grupo de nativos de Venezuela, lo que debemos tener en cuenta al momento de considerar el carácter de ciertas sublevaciones y el atributo libertario y emancipatorio del morisco plasmado luego en el código de conducta de los criollos marginales, que el historiador argentino Hugo Chumbita ha dado en llamar bandoleros rurales.
         Los moriscos que se aventuraban al Nuevo Mundo debían llegar con un permiso especial, que será sistemáticamente anulado a partir de 1578, lo que, a pesar de los datos suministrados por Taboada, nos puede permitir inferir erróneamente una escasa presencia morisca en América, como manifiestan, por ejemplo, el tribunal inquisitorial de Lima que entre 1570 y 1600 procesó a 78 criptojudíos y sólo a dos moriscos, o como en el virreinato de Méjico que los moriscos no son señalados como puntos neurálgicos, es decir, de consideración. Sin embargo hubo una serie de causas y factores que favorecieron una cierta invisibilidad del morisco en el Nuevo Mundo. La investigadora M. E. Sagarzazu enumera cuatro causas razonablemente posibles: 1) la frecuente inmigración ilegal; 2) la pobreza de informes y procesos encausados por la Inquisición del Nuevo Mundo; 3) el escaso número de criptomusulmanes que entre los moriscos llegaban, y 4) la falta de idoneidad de quienes debían detectar las herejías, entre las que figuraba el criptoislamismo. Dentro de los ingresos ilegales se incluyen náufragos, desertores y desterrados que dependiendo de las condiciones anteriores de vida acabaron encontrando en tierras americanas un lugar de delicias. La historiadora española R. Sánchez Rubio apunta que la compraventa de licencias permitió el paso de prohibidos a las Indias y la profesora portorriqueña Luce Lopez-Baralt, sobre la presencia morisca en Puerto Rico, acota lo siguiente: “ya sabemos que aunque el paso de moriscos y judeoconversos estaba prohibido, por lo dudoso de su ortodoxia, estas disposiciones se burlaron repetidamente. La presencia de descendientes de moriscos y aún de criptomusulmanes es, no cabe duda, una realidad documentada en los albores de nuestra historia nacional”. Esta afirmación sirve de conclusión a una investigación sobre la existencia de otros conversos de moro en la isla de Puerto Rico. Otro ejemplo notable lo aporta Rodríguez Molas en su Historia Social del Gaucho, cuando informa que a pesar de las estrictas disposiciones prohibiendo el ingreso de penitenciados por la Inquisición -moros y judíos, al igual que sus descendientes- una información de limpieza de sangre autorizándolo a hacerlo era lo más simple y fácil de obtener, y muchas veces, como ocurre con los acompañantes del colonizador español Juan Ortiz de Zárate, tampoco lo exigen. Rodríguez Molas dice que el hecho era tan corriente, tan popular, que hasta cierto personaje de una novela española del siglo XVII se burlaba de la disposición oficial con inusitado desparpajo: “Fácil negocio es eso... porque si hay en Sevilla testigos para decir mal quitando la fama, honra y crédito de quien no conocieron ni oyeron decir, mejor los hallará para decir y acreditar a quien se lo pague... Y yo, que tanto deseaba ver el Nuevo Mundo... salí de la posada en busca de algunos amigos para mi abono y nueva información, deparándome mi buena suerte cuatro que a pretender hábito de Alcántara, por sus dichos no lo perdiera (de obtener)” (Jerónimo de Alcalá, El donado hablador, en Novelistas posteriores a Cervantes, Madrid, 1946). Sobre la facilidad de obtener en expediente de limpieza de sangre Rodríguez Molas recuerda que fray José de Madrid, nieto del comerciante sefardí portugués Diego Luis de Lisboa, demuestra ser ‘cristiano viejo’ sin antecedentes judíos (en Palacio de Madrid, Archivo de la Real Capilla, Pruebas de Predicadores, legajo 7).
         Sagarzazu apunta que otra vía de ingreso imposible de ser detectada la proporcionaban las naves sin licencia que transportaban a quien estuviera en condiciones de pagar el traslado, fueran o no prohibidos. Otra circunstancia que facilitó el paso de los moriscos a las colonias de América se infiere de que las naves destinadas al Brasil y al Río de la Plata paraban en Canarias, y como hace notar el prof. Manuel Lobo Cabrera, estas islas habían quedado como la única porción del territorio español de la que los moriscos no fueron expulsados.
         Ahora bien, existió un indudable rigor  de carácter fundamentalista que consideró al morisco, por su ascendiente musulmán, como alguien de sangre impura, prohibida, lo que favoreció a la ilegalidad del mismo en el Nuevo Mundo. Sin embargo, la atribución de ilicitud e ilegalidad al ingreso de moriscos a América, no significa que los miembros de aquel colectivo tuviesen una inclinación a los actos delictivos, sino que era la consideración de que a ellos les estaba prohibido lo que a otros no, o que explícitamente llevaban un estilo de vida y costumbres censurados o mal vistos por los cristianos viejos. Estos aspectos convergen para crear una imagen negativa de algunos primitivos pobladores llegados de la Península, es decir, que no eran gente de buena estirpe. Por ejemplo, según los catálogos de Pasajeros a Indias, Ortiz de Zárate, luego de insistentes requerimientos y bandos, reúne aproximadamente trescientos voluntarios que según el decir del tesorero Montalvo eran la “escoria de Andalucía”, desplazados (prohibidos) a los que se agregan cientos de campesinos hambrientos y soldados sin esperanza... El cronista Fernández de Oviedo ya antes había escrito lo que luego se transformaría en tendencia general: “En aquellos principios si pasaba un hombre noble y de clara sangre, venían diez descomedidos y de otros linajes oscuros y bajos”. Juan Friede observa que de 13.000 pasajeros que emigran entre 1509 y 1550 sólo se mencionan a 36 hidalgos, es decir, de buena sangre (citado por Rodríguez Molas, pág 33).
         En las colonias, la escasa capacidad de los agentes encargados en descubrir al cristiano nuevo de moros o de judíos, facilitó al morisco velar costumbres de ancestro musulmán, sobre todo la negativa de consumir carne porcina. Así mismo, como apunta Sagarzazu, el tipo de vida de muchos de los primeros españoles, al unirse con mujeres indígenas, fue rural, lo que a propósito de las costumbres los favorecía triplemente, ya que dentro del matrimonio era entonces el varón (un morisco, en este caso) el que a través de su supremacía como conquistador y como hombre imponía su voluntad y sus costumbres, y porque el alejamiento de los centros urbanos les permitía reproducir sin testigos las tradiciones que traía (costumbres más tarde encargadas de originar el código de conducta gauchesco, sobre todo en los criollos de la zona comprendida por lo que hoy es Argentina, Uruguay y sur de Brasil). El campo, entonces, resultó ser el ámbito propicio para que los moriscos encontraran la tranquilidad de una vida en relativa libertad. Los obispos deban la razón de no poder llegar a estos pobladores porque se encontraban diseminados en territorios demasiado extensos, razón que también conspiró contra la autoridad inquisitorial encargada de detectar a posibles criptomusulmanes. Así la marginalidad podía prosperar en las Indias con facilidad y, como dice Sagarzazu, ese fue el motivo por el que la clandestinidad ofreció un marco adecuado para obviar una presencia tan esquiva como la morisca en América. La ausencia de controles institucionales favoreció así un estado de cosas que sería aprovechado por quienes buscaban una grieta para escapar de una situación agobiante como en la que se encontraban los miembros de los colectivos marginalizados de la sociedad colonial española.
         En un temprano principio de su llegada a América, los españoles traían moriscos andaluces que, hechos prisioneros, servirían a dos propósitos fundamentales en el poblamiento del Nuevo Mundo: por un lado eran incorporados por la fuerza al ejército español y por el otro servirían de mano de obra debido a la experiencia que tenían sobre todo en el ámbito rural. Así también fueron sumándose mercenarios andaluces decididos a escapar de las persecuciones de que eran objeto para aventurarse en América como soldados rasos.
         Los moriscos que vinieron a América llegaron huyendo del estigma doloroso impuesto por las persecuciones de la inquisición. Una vez aquí asentados forjaron culturas ecuestres: la de los gauchos en Argentina, Uruguay y Brasil, huasos en Chile, llaneros en Colombia y Venezuela, chagras en Ecuador y qorilazos en Perú, con múltiples influencias culturales en la música, costumbres, hábitos, vestimenta y demás. Estas culturas fueron la plasmación de un movimiento  humano que simbolizaba la fe, la tradición y las tremendas ansias de independencia y libertad que los moriscos arrastraban desde España.
         Así es que los primeros gauchos de que da cuenta nuestra historia fueron soldados rasos andaluces que desertaron del ejército español y huyeron al desierto pampeano, como también aquellos criollos productos de la mestización entre nativas aborígenes y moriscos peninsulares.
         A continuación compartiremos una serie de documentos que exponen dicho origen.
         El escritor argentino de origen árabe, Ibrahim Hallar, nos cuenta lo siguiente: “En 1580, don Juan de Garay sale de Asunción con sesenta soldados, algunos oficiales y mujeres guaraníes. Estas llevan ya sus hijos nativos, producto de uniones con el conquistador hispano. Anotemos que vasconios y asturios, encomenderos por las leyes de Indias, no podían contaminar su casta, sólo podía hacerlo el soldado libre, raso, el andaluz morisco, a quien le fue permitido uniones con numerosas mujeres indígenas. El contingente que señaláramos precedentemente, acampa el 11 de junio en el mismo lugar abandonado por don Pedro de Mendoza. Y aquí cuenta la leyenda que seis años después, en 1586, uno de aquellos soldados rasos, que venía con el vasco Garay se quejó en misiva al monarca de todas las españas, de la podredumbre en que vivían. Apercibido y fuertemente reprimido por el Veedor del Rey, hizo trueque de su morada al precio de un caballo blanco y una guitarra, y montando el brioso corcel, se acercó a la plazuela mayor y única, y al tiempo que clavaba sus espuelas en el noble animal, exclamó con todas sus fuerzas: ‘¡¡Muera Felipe II!!’, entonces caballo, jinete y guitarra rumbearon hacia la pampa distante unos cientos de metros más allá. Y así nació el primer gaucho, el primer rebelde que la historia o tradición conoce por el nombre de Alejo Godoy” (El Gaucho: su originalidad arábiga).
         El tradicionalista y jurisconsulto argentino Carlos Molina Massey (1884-1964), que ha estudiado el origen del gaucho, se pregunta: «¿De dónde vino el gaucho? Nuestra capital cosmopolita se fundó con setenta familias guaraníes, traídas de la Asunción por Juan de Garay. Otras familias querandíes se le fueron incorporando. En 1671 recibió la ciudad un contingente de doscientas y pico de familias “calchaquíes” de la tribu de los Quilmes. De esas cruzas indo-españolas salieron los primeros gauchos de las pampas de Buenos Aires y análogo origen tuvieron sus hermanos del continente. Los ocho siglos de conquista mora habían puesto su sello racial característico en la población íbera: el ochenta por ciento de la población peninsular llegada a nuestras playas traía sangre mora. El gaucho fue por eso como un avatar, como una reencarnación del alma de la morería fundiéndose con el alma aborigen en el gran ambiente libertario de América».
         El Profesor Ricardo Horacio Shamsuddin Elía, en Reconstrucción Historiográfica de las Señas Mudéjares del Gaucho, apunta que uno de los análisis más precisos sobre estas mestizaciones y sus consecuencias, con algunos datos hasta ahora inéditos, se puede encontrar en una obra del educador y politólogo argentino Dr. Raúl Puigbó, en la que escribe: «Como ha señalado Ortega y Gasset, el conquistador español se “americanizo”, se vio obligado a adaptarse a condiciones de vida muy diferentes a las propias de la península ibérica y, además, debió integrarse al nuevo escenario en que debía actuar: medio físico, clima, vegetación, extensión, geografía, habitantes, todo, absolutamente todo, era distinto. Pero algo favorecía esta adaptación: España -en el siglo XVI – había pasado por un proceso intenso de mestización e integración cultural, tras ocho siglos de dominación árabe y de convivencia de tres religiones: el catolicismo, el islamismo y el judaísmo. (...) Cuando se inicia la conquista de América, España tenía serios problemas de población debido a la sangría producida por tres factores principales: las pérdidas de vida durante la guerra de la reconquista de la península y por la expulsión de los moros y judíos, casi contemporánea con el descubrimiento de América. Por consiguiente, no podía desprenderse de muchos españoles, sobre todo a consecuencia de las guerras que debió mantener en Europa durante el reinado de Carlos I de España (Carlos V de Alemania), para mantener sus dominios en los Países Bajos, Alemania e Italia. Ante esta dificultad, los reyes de España establecieron, durante el siglo XVI, directivas de poblamiento que favorecían la unión de españoles con indias. Los registros de personal que pasaba a América llevados en Sevilla, demuestran que el número de mujeres españolas que pasaban a América era escaso y que la mayoría eran esposas de funcionarios o conquistadores que acompañaron a sus esposos, especialmente con destino a México o al Perú. Al resto de América llegaron pocas mujeres españolas, como ocurrió en el Río de la Plata. La opción era tomar mujeres indígenas y, de ese modo, contar con hijos mestizos que ayudaran al poblamiento y la colonización de las nuevas tierras. Un caso típico, en tal sentido, fue Asunción, donde los españoles encontraron tribus guaraníes asentadas en aldeas (‘tava’) que se mostraron amistosas. Pero hubo otro elemento que contribuyo al rápido mestizaje: los españoles, en su mayoría, provenían de Andalucía, región que había conocido un proceso intenso de mestizaje entre españoles, árabes, moros, gitanos y judíos. El andaluz era de piel morena y se sintió atraído por las mujeres guaraníes “de piel cobriza, melena lacia y negra, mirada vivaz, nariz recta y boca chica”, según las describe el historiador paraguayo H. Sánchez Quillón. Además, eran afectas al baño y al aseo del cuerpo. Y como los guaraníes eran polígamos, ofrecían sus mujeres a los españoles, a los cuales, a partir de ello, podían llamarlos “cuñados”. No debe extrañar que algunos sacerdotes llamaran a Asunción “Paraíso de Mahoma” (...) Ricardo Konetzke, en su obra El mestizaje y su importancia en el desarrollo de la población hispanoamericana, señala que “no existía repugnancia sexual de razas de una manera original y general cuando los descubridores y conquistadores españoles se pusieron en contacto con la población indígena de América”. Y agrega: Los españoles no encontraron, en general, “estéticamente repugnantes” a las indígenas americanas, más bien les resultaban agradables. Es que los andaluces no tenían mucha diferencia en tez, en talla y constitución con los indígenas, lo que favoreció el comercio sexual. (...) Una última observación: los negros africanos procedían de etnias diferentes como lo han señalado Gilberto Freyre y otros autores. Algunos de ellos eran mulatos de portugueses y había muchos que procedían de regiones más civilizadas por la influencia islámica y que hablaban y leían el idioma árabe» (La identidad nacional argentina y la identidad iberoamericana, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1998, págs. 266, 274,275 y 281).
         Eduardo Mansilla de García, en el libro titulado Lucía Miranda, narra el siguiente episodio que nos resulta altamente significativo: “Gaboto, zarpa del puerto de Cádiz, España, con una flotilla de tres buques y 200 personas. A cargo de una de las naves va el 2º Oficial Sebastián Hurtado con su esposa, Lucía Miranda, morisca, natural de Murcia, España, su padre y cinco familias amigas. En mayo de 1526 navegaron el Río Paraná, y a la altura de lo que los aborígenes Timbúes denominan Carcarañá, desembarcan y levantan el Fuerte Sancti Spiritu, quedando a cargo de Hurtado y 76 hombres. Gaboto prosigue la navegación. No pocos componentes de la tripulación eran españoles de origen musulmán”.
         Debemos señalar que el proceso de mestización entre moriscos andaluces y mujeres aborígenes que dio como resultado la emergencia de nuestros gauchos, fue ampliamente posible en las zonas de nuestro país donde los nativos no mostraron resistencia ni hostilidad frente a los colonizadores –o que fueron fácilmente sometidos a ellos-, como sucedió en el litoral (Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires) con los nativos guaraníes y en el área cuyana (Mendoza, San Juan, La Rioja) con los nativos huarpes. Remarcable es el hecho de que los grandes caudillos que comandaron las montoneras gauchas defensoras de nuestra tradición fuesen originarios de aquellos territorios (Facundo Quiroga, Estanislao López, Chacho Peñaloza, Francisco Ramírez, Felipe Varela, Santos Guayama, Severo Chumbita, etc.)
         Una de las primeras autoridades virreinales en hacer notar la presencia de moriscos a caballo en la pampa y denunciar tal presencia en nuestro territorio fue Hernandarias, primer gobernador del Río de la Plata, quien en el año 1617 escribe al Rey de España diciendo haber encontrado muchos moriscos a los que se les llamaba “gente perdida” (mote que recuerda al “vago y mal entretenido” dado después al gaucho), que tenían su sustento en el campo, dedicados a la caza del ganado cimarrón. Diego de Góngora, quien sucedió a Hernandarias en la gobernación, presentaba también sus quejas al Rey, alertando que se multiplicaban los moriscos en la pampa, con el constante aporte de náufragos, desertores del ejército, sumado a quienes llegaban en barcos clandestinos que eludían los controles (Cf. Rodríguez Molas, Historia Social del Gaucho).
        Ahora bien, si llegaron moriscos al Río de la Plata y dejaron pautas culturales que arraigaron, es porque lo hicieron en cantidad significativa. A continuación revisaremos algunas de estas pautas culturales. Comenzaremos con las voces y etimologías de origen morisco y la incidencia que este origen tuvo en la configuración de nuestro lenguaje.


*Voces y Etimologías de procedencia morisca

         Con la conquista de los Reyes Católicos, la población de origen musulmán, sobre todo en las capas sociales más bajas, especialmente los campesinos, tras quedar en zonas de dominio cristiano, había adoptado la lengua romance en su habla cotidiana la cual era escrita de forma aljamiada, escritura que mantenía los caracteres árabes. Cuando en 1567 Felipe II prohibió el uso de la lengua árabe, cualquier utilización del idioma fue convertido en un crimen y se dio a los moriscos tres años para aprender castellano; sin embargo, en zonas como Castilla, Extremadura y Valencia, los moriscos ya tenían como lengua materna el castellano. Desarrollando la escritura aljamiada con una intención de no perder sus raíces idiomáticas, los moriscos establecieron una interrelación entre la lengua romance castellana y el árabe. Esta misma interrelación es notable en lo que se refiere a la lengua mozárabe, constituida por distintos dialectos romances escritos en alfabeto árabe. Se la conoce principalmente por las jarchas (estrofas finales de las poesías denominadas moaxajas) de los poetas andaluces que en ocasiones usaban estribillos romances con algunos arabismos. Se atribuye al mozárabe características de las hablas sureñas del castellano como el andaluz.
         A este respecto, el filólogo español J. M. Persánch, en su artículo El Andaluz: ¿Lengua Criolla o Dialecto Castellano?, escribe lo siguiente: “Los castellanos vencieron en su reconquista y sometieron a una aculturación a los habitantes de la zona reconquistada, que durante ocho siglos de presencia musulmana habían forjado un habla criolla (pues la lengua de los vencidos tiene que adaptarse a la vencedora). Esto lo hemos presenciado recientemente, en términos históricos, con la lengua de la única superpotencia actual en el mundo, el inglés, por ejemplo, cuando Estados Unidos se hizo con un tercio del territorio de Méjico anexionado tras la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848), toda la zona habla ahora inglés. Antes se aprendía latín en época del imperio romano y trajo como consecuencia el desarrollo de las lenguas romances; análogamente, España como tal cuenta con 500 años de historia, los musulmanes estuvieron en Andalucía 8 siglos, ¿debemos pensar que su habla y su cultura no caló en la población cristiana de aquel contexto histórico?
         Para crear un reino (estado) fuerte se debe consolidar una identidad lo más homogénea posible, con un factor común: la lengua. La España de la reconquista se cimentó sobre el castellano y la religión católica, de ahí que se ignore al andaluz como lengua criolla, que si bien es cierto que conserva un gran sustrato léxico castellano, presenta múltiples rasgos propios. Pidgin es la variedad lingüística que se crea a partir de dos o más lenguas con el fin de satisfacer necesidades inminentes de comunicación entre individuos que no poseen ninguna variedad en común (está pasando actualmente con el spanglish, ¿por qué negar que sucediera hace siglos con el latín –romances- y el árabe?) Las lenguas pidgin no tienen hablantes nativos, porque son soluciones sociales y, por ello, se caracterizan por normas de aceptabilidad. Paso previo al nacimiento de toda lengua criolla. Cuando el pidgin encuentra hablantes nativos, pasa a ser lengua Criolla, y ésta ya no es ninguna de las anteriores, sino un híbrido, otra cosa. La lengua Criolla se desarrolla, se enriquece, aumenta su complejidad morfo-sintáctica, desarrolla variedad léxica y sobre todo se convierte en variedad materna de una comunidad. Todos estos factores se dan en el andaluz (…)
         (El Andaluz, como lengua criolla) toma un gran sustrato del léxico castellano, pero no rechaza influencias árabes (Aljamiada-mozárabe-castellana).”
         Otro erudito español, el renombrado filólogo Rafael Lapesa, miembro de la Real Academia Española, en su ensayo La Lengua española en América, escribe: “Es innegable que la versión andaluza de la lengua española peninsular es la más afín al español hablado en América. Como rasgos comunes a toda Hispanoamérica habríamos de limitarnos, en la fonética, a la indistinción de eses y ces o zetas; y en la morfosintaxis, a la eliminación de vosotros, os y vuestro, en beneficio respectivo de ustedes, les o los, las y su, suyo; y ambos rasgos coinciden con el uso general de la mayor parte de Andalucía. También el yeísmo (pronunciar la ll como la y, tan común entre los gauchos argentinos y uruguayos), la confusión y pérdida de r y l implosivas y la aspiración y omisión de s.” Lapesa recoge estos ejemplos de una serie de cartas de sevillanos incultos (probablemente campesinos de origen morisco) escritas entre 1549 y 1635 en lugares tan distantes como el Norte de la Nueva España, Lima, Arequipa, Cuzco y Potosí. Vemos, pues, la innegable influencia morisca en la configuración de nuestro español.
         Ahora bien, también resulta notable el empleo de voces árabes en el castellano sudamericano. Estos arabismos aparecen relacionados con las ocupaciones por excelencia de los moriscos en América, tareas rurales, especialmente de arriería. El fenómeno puede explicarse por el arraigo afectivo a la lengua que hace que los hablantes conserven giros o voces sueltas por mucho tiempo aunque ya no se comuniquen a diario con ella.
         Por ejemplo, el tradicionalista de origen francés y estudioso del gaucho por excelencia Emilio Honorio Daireaux (1843-1916), en su obra Vida y Costumbres en el Plata anota lo siguiente: “En la época de las primeras poblaciones en América la dominación de los Árabes en España había terminado por la expulsión o la sumisión; muchos de estos vencidos emigraron. En la pampa encontraron un medio donde podían continuar las tradiciones de la vida pastoril de sus antepasados. Fueron los primeros que se alejaron de las murallas de la ciudad para cuidar los primeros rebaños. Tan cierto es esto que a muchos usos y artefactos allí empleados se les designa con palabras árabes: al pozo, palabra española, se le nombra jagüel, desinencia árabe, y a la manera árabe sacan los pastores el agua. Gaucho es una palabra árabe desfigurada. Es fácil encontrar su parentesco con la palabra ‘chauch’ que en árabe significa conductor de ganados. Todavía en Sevilla (en Andalucía), hasta en Valencia, al conductor de ganados se le nombra chaucho”.
         Al igual que Daireaux, Lugones en Voces americanas de procedencia arábiga, nota publicada en La Nación, Buenos Aires, domingo 9 de marzo de 1924, demuestra el origen árabe de la palabra “gaucho”, pero derivándola de uahsh o uahshi, esto es en árabe: montaraz, bravío, arisco, huraño; asimismo, explica cómo su variación fonética alcanza a términos como huaso, guaso, guácharo, guacho, etc.
          Agregaremos que en el árabe dialectal del Norte de África gaushi significa barullo, júbilo, entusiasmo, buen ánimo. En Argelia, también expresa “lo popular”, “lo del pueblo”.
         El empleo de una raíz árabe podría indicar que, entre quienes componían la peonada colonial, abundaba gente con un léxico particular, diferenciado del de sus primeros patrones godos y todavía en condiciones de crear algún término sobre étimos no siempre de origen latino. Esto sucede con voces completamente desconocidas en España que se han utilizado en el castellano americano como por ejemplo ‘baquiano’ y ‘argelado’.
         El filólogo y etimólogo Joan Corominas, en su Diccionario Clásico Etimológico Castellano e Hispánico, aclara que ‘baquiano’ procede de baqiya, voz que en árabe significa ‘el resto, lo que queda’. En su excelente ensayo Baquiano, un enigma con historia, la investigadora y escritora María Elvira Sagarzazu escribe lo siguiente: ‘Ahora bien, este sentido de conocedor práctico, de guía, que la voz conlleva, no guarda aparente relación con la raíz árabe que apunta al remanente de algo; ha de hilarse más fino para llegar al punto donde el significado del étimo árabe empalma con el de conocedor. Personalizando la idea de remanente y expresándola como los que quedan, se visualiza el recorrido de las nociones que contribuyeron a la génesis semántica de la voz, ya que ese remanente hace referencia a una presencia humana sometida a la acción del tiempo como condición necesaria para adquirir experiencia del terreno. La palabra resume la conexión existente entre permanecer en un lugar y llegar a conocerlo, exactamente lo que convierte a un peón en baquiano’.
         A este respecto citamos a Domingo F. Sarmiento, que en sus Viajes por Europa, África y América apunta lo que sigue: “Entre otras cosas los baqueanos árabes me llamaron poderosamente la atención por la singular identidad con los nuestros de la pampa. Como éstos huelen la tierra para orientarse, gustan las raíces de las yerbas, reconocen los senderos, y están atentos a los menores accidentes del suelo, las rocas, o la vegetación. Un árabe, por ejemplo, conversa con otro en el Sahara, mediando entre los interlocutores una distancia de dos leguas; los espías husmean la proximidad del ganado a tres leguas de distancia, y como sabuesos siguen por el olfato la dirección de los duares enemigos. Yo ponderé a mi turno la vista de nuestros rastreadores y los conocimientos omnitopográficos de nuestros baqueanos, a fin de sostener la gloria de los árabes de por allá, a punto de ser eclipsada por el olfatear el ganado y conversar de un extremo al otro del Sahara, de los gauchos de por acá”. (D.F. sarmiento: Viajes por Europa, África y América 1845-1847 y Diario de Gastos, “África”, Colección Archivos - Fondo de Cultura Económica, en colaboración con la Unesco, Buenos Aires, 1993, pág. 198).
         La terminología gauchesca que deriva del árabe es vastísima. Basta con nombrar la alpargata (ár.: al-bargat, “la zapatilla”), el aljibe (ár.: al-yubb, “el pozo”), la guitarra (ár.: al-qitar, “la cuerda”), la moharra (ár. muhárrib, “aguzado”: la media luna de hierro con filo que se ponía en la base de las chuzas de las lanzas gauchas), y el guadal: ese argentinismo que identifica a un terreno que se encharca cuando llueve y que deriva del árabe uadi (“río”), término que ha originado una multitud de topónimos en el mundo hispanoamericano (Guadalquivir, Guadalajara, Guadalcanal, Guadiana, etc.).
         Los ejemplos son abundantes. La especialista española Dolores Oliver Pérez, en su artículo titulado ‘Dos Arabismos nacidos de un imperativo árabe’, explica el origen de ¡arre!, arriar, arriero, como procedentes del árabe harrik, harraka, haraka, harakat, que da la idea de moverse, de movimiento, de viajero.
         Así mismo, por influencia morisca el romance reprodujo textualmente algunas fórmulas y frases hechas árabes de neto origen musulmán que perviven en nuestra actualidad con total vigencia, por ejemplo: Si Dios quiere, Dios mediante, Dios te guarde, Dios te ampare, Dios proveerá, etc...


*Vestimenta Gaucha de influencia Morisca

         Otro elemento que define los usos culturales de un pueblo es la vestimenta. En la historia de nuestro país, sobre todo en la etapa de las trágicas guerras civiles, el antagonismo federales-unitarios muchas veces fue carcterizado por la diferenciación despectiva de las vestimentas que se utilizaban en cada bando. Así los federales, de corte gaucho y tradicionalista, eran quienes usaban poncho y chiripá, y los unitarios, de sesgo europeísta, eran los de levita y frac. Esta distinción tenía que ver con formas completamente opuestas de percibir y experimentar la realidad, y la vestimenta era un elemento esencial que manifestaba y referenciaba la forma de cada cual.
         Ahora bien, en el gaucho, en nuestro hombre tradicional, la vestimenta morisca, o de origen islámico-oriental, ha sido una constante en todas sus facetas históricas. Por ejemplo, Ventura Lynch en su libro Folklore Bonaerense, publicado en el año 1883, escribe acerca de nuestros primeros gauchos: “Este gaucho, que puede decirse el descendiente de dos razas, la blanca y la cobriza, sentía correr por sus venas la ardiente sangre de los andaluces y la belicosa de los querandíes. (...) Vestían los gauchos de aquel tiempo... un pantalón hasta la rodilla, muy parecido al de los andaluces, con un entorchado a la altura del bolsillo... y destacaba un calzoncillo de hilo o de lienzo hasta el suelo, flecado y bordado de tablas”.
         Ahora bien, tanto el pantalón andaluz como el calzoncillo a los que alude Ventura Lynch y que formaban parte del atuendo de los gauchos de aquel tiempo, nos remiten a los zaragüelles de origen árabe. En este orden de cosas, el lexicógrafo español Sebastián de Covarrubias Horozco, en su obra Tesoro de la lengua castellana y española, del año 1611, define a los calzones que habitualmente llevaban los campesinos en la zona de Andalucía, como un género de gregüescos o zaragüellos. La RAE define Zaragüelles como sigue: “Procedente del árabe hispanizado saráwil, este del árabe clásico sarawíl, y este del arameo sarbál o sarbalá. Calzones anchos y con pliegues que forman parte del traje regional valenciano”. El Sarwil o Sarawill, luego conocido como zaragüelles, era una prenda utilizada exclusivamente por la gente árabe de la España medieval, es decir por los musulmanes andaluces. Esta prenda consistía a modo de unos amplios calzones que marcaban arrugas verticales a causa de los pliegues formados para ajustar la cintura al talle del usuario. Por lo general estaba sujeto a la cintura por medio de un cordón que se anudaba en la parte delantera de la prenda o por una faja tejida muy común entre los labradores y pastores moros. La faja también será una prenda distintiva de los gauchos. Refiriéndose al chiripá y al calzoncillo de la vestimenta gaucha, Leopoldo Lugones, en El Payador, escribe: “Después notaríase que aquella rudimentaria bombacha abierta (el chiripá) facilita la monta del caballo bravío. El calzoncillo adquirió una amplitud análoga; y los flecos y randas que le daban vuelo sobre el pie, fueron la adopción de aquellos delantales de lino ojalado y encajes con que los caballeros del siglo XVII cubrían las cañas de sus botas de campaña. Mas, para unos y otros, el origen debió ser aquella bombacha de hilo o de algodón, que a guisa de calzoncillos, precisamente, llevaron en todo tiempo los árabes”.
         Si bien aparecida entre el gauchaje en un época posterior, la bombacha campera tiene el mismo origen oriental. En marzo de 1856 se firma el tratado de paz que da fin a la Guerra de Crimea, que enfrentó a las fuerzas del Califato Otomano contra la Rusia zarista. Más allá de las innumerables bajas, esta guerra arrojó otro número que significó un gran cambio cultural en nuestras pampas: más de cien mil uniformes, sobre todo pantalones ‘babuchas’ para los soldados otomanos, “sobraron” y se enviaron para comercializar al Río de la Plata. La guerra terminaba antes de lo previsto y dejaba un importante excedente de uniformes que será exportado al mercado rioplatense: las babuchas otomanas y las camisas amplias aquí conocidas como ‘garibaldinas’, prendas ampliamente usadas en el oriente musulmán. El primer paso lo dio el presidente de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza, quien intercambió cien mil de estas prendas por productos de la Confederación. Al ser demasiadas lo que sobró fue a parar a las pulperías de campaña con la consiguiente adopción por parte del paisanaje. Así la babucha otomana pasó a ser la bombacha campestre de nuestros criollos. A esta babucha en tierras otomanas se la conocía como Shalwar, derivación turca del árabe Sarawil, teniendo la misma procedencia de los Zaragüelles andaluces. Aún hoy se utilizan los Shalwar como prenda distintiva de los musulmanes herederos de la cultura otomana.
         Otra prenda distintiva del gaucho es el poncho, compañero infaltable del hombre de la campaña que se ha convertido en todo un símbolo cultural de nuestro criollismo. Si bien los estudiosos del tema refieren el origen del poncho a una procedencia aborigen, Marcos A. Morínigo, en Notas para la etimología del Poncho, y luego el filólogo español Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, niegan su origen indígena basándose en una aparición de la palabra ‘poncho’, en el sentido de ‘frazadilla’ , en la crónica del sevillano Alonso de Santa Cruz, hacia el año 1530, años antes de la conquista del Imperio Inca o del primer contacto entre mapuches y españoles. Recordemos también que Sevilla, el lugar natal de Santa Cruz, es la ciudad más poblada de Andalucía, y que ha contado con un inconfundible aporte morisco. Por nuestra parte encontramos significativas similitudes entre el poncho de nuestros gauchos y el albornoz norafricano. El albornoz (del árabe al-burnus) es una prenda de lana usada por los campesinos de Argelia y Túnez. Es una especie de capa de lana que protege del frío a los pastores del Magreb africano. Así mismo el Aba árabe, paño de lana sin mangas abierto por el medio para pasar la cabeza. El citado Lugones, escribe en El Payador: “...el poncho heredado de los vegueros de Valencia”, luego en una nota inserta señala que del aba árabe saldría la pieza análoga de los vegueros (campesinos) valencianos. No está de más hacer ver que en el Reino de Valencia tuvo asentamiento el segundo gran contingente morisco que sufría los rigores de la persecución, y que éstos fundamentalmente eran campesinos dedicados a las tareas rurales.
         Ya citamos el origen árabe de la palabra alpargata. Pues bien, agregaremos que Covarrubias Horozco hace referencia al ‘alpargate’ como un calzado tejido de cordel que era de utilización distintiva entre los moriscos de aquella época (1611). 
         Nota aparte merecen dos armas indiscutiblemente gauchas que poseen idéntico origen musulmán: el facón y la moharra.
        El facón encuentra un antecedente evidente en la gumía, arma blanca de hoja corva que utilizan los bereberes del Norte de África. A este respecto, Carlos Octavio Bunge, en un discurso dado allá por el año 1913 en la Academia de Filosofía y Letras de Buenos Aires, dice lo siguiente: “Curioso sería indagar de donde proviene el vocablo ‘facón’ (...) A todas luces es un aumentativo de ‘faca’ (del latín falx), que, según la Academia Española de la Lengua, significa ‘cuchillo corvo’. En tal sentido usaban la palabra los escritores clásicos (...) Ahora bien, no estará de más recordar que, según una carta del padre Cattaneo, aun a principios del siglo XVIII, los gauchos explotaban las vacadas bravías con ‘un instrumento cortante en forma de media luna’. ¿No es de suponer que tal fuera el cuchillo primitivo del gaucho, trocado luego por el facón, precisamente a mérito de su necesidad de llevar siempre consigo un arma de combate para defenderse cuando fuera desafiado?”. Los bereberes suelen guardar la gumía bajo la faja, igualmente nuestros gauchos el facón, adaptación criolla del arma africana importada a al-Ándalus.
         Sumamente interesante resulta la relación histórica entre el arma gaucha, la Moharra, y el Hilal, o Luna Creciente, de los Musulmanes.
         La lanza, con una chuza o moharra de forma variable, fue en el siglo de las guerras patrias arma principal de la caballería gaucha. En castellano, una moharra es la punta de la lanza, que comprende la cuchilla y el cubo con que se asegura en el asta. Algunos autores estiman que, etimológicamente, proviene de un vocablo árabe (muharrib) con el significado de ‘aguzado o afilado’. Por lo tanto así como dejaron un gran legado de vocablos árabes en el castellano, han dejado también una interesante tradición ecuestre y los nombres en algunas partes de sus armas. Ahora bien, ¿por qué de allí la comparación de la moharra con el Hilal?
          El Hilal o luna creciente es un símbolo tradicional entre los musulmanes que refleja el calendario lunar que regula su vida religiosa. Por ejemplo la luna creciente anuncia el Sagrado Mes de Ramadán. La tribu árabe de los Banu Hilal (Hijos del Creciente) o hilalíes, acantonada hasta entonces al este del Nilo, fueron enviados por el califa fatimí al-Mustansir (r. 1036-1094) a difundir y consolidar el Islam entre los bereberes del Norte de África. El Hilal cobró especial importancia entre los Otomanos. La tradición dice que la bandera Otomana muestra la media luna con una estrella en el centro porque el sultán Mehmet II Fatih (el Conquistador) entró en Constantinopla (hoy Estambul) bajo una luna semejante en la madrugada del 29 de mayo de 1453. Fue así como esta dinastía turca adoptó ese símbolo como emblema oficial. El hecho de que durante quinientos años el Imperio Otomano contuviese a numerosas naciones musulmanas dentro de sus fronteras, amén de su influencia en los pueblos musulmanes de lengua turca del Asia Central, influyó en la decisión de las naciones islámicas que surgieron a lo largo del siglo XX de insertar en sus banderas el Hilal y la estrella como símbolo de fe y tradición. Así, podemos nombrar las de Argelia, Azerbaiyán, Comores, Federación Malaya, Maldivas, Mauritania, Pakistán, Singapur, Túnez, Turkmenistán y Uzbekistán.
          Como sabemos nuestros gauchos utilizaron la forma de la media luna en sus moharras, las cuales formaban una parte de la lanza, y que utilizaron como método de defensa en las guerras patrias. Recordemos que las huestes gauchas en las guerras de la independencia contra los españoles, alentaron el fanatismo y la exaltación de estos hombres que pregonaban la libertad de su Patria. Es muy posible entonces que hayan imitado la forma del Hilal islámico, en sus moharras, ya que viniendo de costumbres españolas y por consecuencia árabes, el Hilal representó un emblema de unión y fervor, y por tradición los gauchos hayan usado lo mismo en sus moharras.[1]


*Hábitos alimenticios que arraigaron en América

         En cuanto a la gastronomía encontramos que la primitiva y auténtica cocina criolla no admitía carne de cerdo -la vida rural a la que el morisco se acogía en España, como aparcero o como arriero, le brindaba el refugio adecuado para prolongar costumbres prohibidas, como la veda de carne porcina que hacía referencia a su pasado islámico y que por esto mismo sería sistemáticamente castigado por la Inquisición española. En nuestras pampas, el morisco derivaría estas costumbres al gaucho, su descendiente directo (M.E. Sagrazazu, Baquiano: Un enigma con historia.)-. Las empanadas sin carne de cerdo fueron introducidas por los musulmanes en Andalucía y en el sur de Italia, y de allí se extendieron a todo el mundo; la tortilla criolla de papas, no contiene carne de cerdo, fue creada por los moriscos. El chorizo criollo tampoco contiene cerdo. En cambio la empanada y la tortilla de papas españolas sí contienen (de aquí el chorizo colorado español).
         La ganadería en Argentina estaba tradicionalmente asociada a la cría de bovinos y, en menor medida, de ganado lanar. En este orden de cosas no es secundario señalar que el gaucho, mano de obra por excelencia en el ámbito rural, rehuía la cría del cerdo: sencillamente no lo hacía. Este animal consumido por los cristianos viejos, se conservó allá donde los cuidadores, los peones, tenían origen indígena, como sucedió en la zona andina, pero desapareció en las grandes estancias donde el trabajo quedó a cargo de criollos de origen peninsular. Así ocurrió en la cuenca cisplatina, desde el Río Grande do Sul (en Brasil) hasta el sur pampeano. Y así desapareció prácticamente el cerdo de la mesa argentina, al punto de perderse a nivel popular el ‘tocino’. Esa preparación vuelve al léxico argentino -más que a la gastronomía- con los inmigrantes italianos del siglo XIX, como lo refleja la denominación vigente: el italianismo ‘panceta’ (Citado por M. E. Sagarzazu, en la revista Sharq al-Andalus, 18, pág. 128).
         Los viajeros extranjeros que describen los mercados y costumbres alimenticias de la Argentina decimonónica, parecen no notar la presencia del cerdo, tan frecuente en la gastronomía de sus propios países de origen, Inglaterra y Francia (H. Armaignac; H. M. Breckenridge; S. Haigh; W. Mac Cann). En los estudios más actuales, los datos sobre el papel del cerdo en la cocina local también son mínimos (Schávelzon, 2000), mientras el por qué de su rechazo ha generado confusas referencias (Nueva Historia Argentina, tomo I, 2000:359-60) sin llegar al nudo de la cuestión. (Cf. Sagarzazu, El cerdo en la dieta criolla argentina, estudio realizado a base de una investigación de campo llevada a cabo en diferentes zonas rurales de la provincia de Corrientes.)
         Se sabe que el cerdo fue introducido por los españoles “desde la época de Mendoza” (Giberti, 1970:20) junto con ejemplares de ganado bovino, ovino y equino, pero a partir de 1541 se pierde el rastro de la actividad ganadera porcina y en adelante el desarrollo de la ganadería argentina se referencia en términos de la cría de vacas, ovejas, caballos y mulas (Giberti, 1970: 21-23). Conociendo la afición de los españoles de origen europeo por la carne de cerdo, esta laguna refleja la falta de entusiasmo local por esa carne y es otro indicio que se suma al anterior, configurando una tendencia que sugiere la presencia de un tipo de español con otras pautas respecto al cerdo; un español de tradiciones y antecedentes etnoculturales distintos del cristiano viejo, radicado tempranamente en nuestro territorio. Esos españoles en España eran llamados moriscos, y por razones religiosas de origen islámico no consumían carne de cerdo. Aunque su traslado concreto al Nuevo Mundo  sea difícil de constatar,  las tradiciones que rodean al cerdo denuncian la presencia de moriscos, ya que no es posible suponer que sean los mismos españoles, cristianos y amantes de la carne porcina, los trasmisores del rechazo que, a su vez, constituía en España el rasgo más claro de adscripción al Islam. (Sagarzazu, op.cit.)
         Respecto de la forma en que los criollos prefieren cocinar el lechón (dentro de lo poco que es consumido; el cerdo adulto es menos consumido aún) y en general las carnes, concuerda con el uso morisco de “secarlas”, ateniéndose a la prescripción coránica de no ingerir la sangre. La costumbre de dejar más tiempo la carne sobre el asador permitió a los musulmanes españoles mantener vigente el precepto religioso aún cuando los animales no hubieran sido faenados de la manera prescripta por el Islam precisamente para asegurar el desangre. La prohibición del sacrificio según el método islámico por el que la carne quedaba en condiciones de ser consumida (halal, es decir, lícita para la ingesta), hizo que los moriscos  recurrieran a la cocción prolongada a fin de eliminar la sangre atrapada en las venas. En la Argentina actual, los criollos siguen prefiriendo la carne muy cocida, lo que ha sido objetado tanto por gourmets como por visitantes anglosajones amantes del beef steak semicrudo. La carne sangrante no es del gusto popular argentino y suele ser tolerada o preferida, en todo caso, por paladares urbanos de gusto ecléctico, pero en relación al cerdo, no sólo los paisanos sino un grupo mayor, que incluye gente de hábitos urbanos, exige también la cocción lenta, pues es opinión generalizada que eso lo hace menos indigesto. (Sagarzazu, op.cit.)
         Lo que ha mantenido el rechazo fue la tradición, transmitida de generación en generación, recordando a moriscos y descendientes la necesidad de abstenerse de consumir cerdo. La falta del marco étnico, confesional, tornó impreciso el motivo por el cual debían abstenerse, pero la fidelidad a la costumbre encontraría un nuevo conducto para trasmitir lo esencial, consagrando al cerdo como “peligroso”, en palabras de Miguel Mendoza; “carne brava” la llamo Ramón F. (criollos encuestados por la investigadora), y otras maneras de expresar la aprensión que pusiera distancia con lo “haram” (prohibido) encarnado por el cerdo según la creencia musulmana. Pero como estamos frente a paisanos que no han oído hablar del Islam ni de animal prohibido y para quienes las carnes hasta ahora han sido parte importante en su dieta, hubieran consumido cerdo de no considerarlo “carne mala”, “peligrosa”, “brava”. La función de estas connotaciones es activar el rechazo, y en tal sentido son vestigios de la conciencia muslímica aunque para ellos nunca tuvieron entidad los motivos por la que sus antepasados se abstuvieron de comer carne de cerdo. Las connotaciones negativas simplemente mantienen vigente el tabú, haciendo que no puedan considerar al cerdo como a los demás animales. Como también ignoran su propia vinculación con el universo cultural que confeccionó la pauta, toda esa tradición anti-porcina constituye un enigma; ellos mismos no saben por qué “aunque a veces en el campo venden esa carne más barata, prefieren evitarla. (Sagarzazu, op.cit.)
         Se advierte aún mejor lo que encierra de “prohibido” este asunto, a través de un dicho vulgar que compara las relaciones homosexuales con comer cerdo. Ante la acusación de homosexualidad, en Corrientes se responde “yo no como chancho”, es decir, estoy libre de esa acusación. Ahora bien, las acusaciones apuntan o suponen, en el terreno jurídico, una trasgresión, mientras en lo religioso, la trasgresión se acerca, o es, pecado. En el dicho anterior, la figura del cerdo representa tanto al pecado como al delito; el carácter jurídico se solapa al religioso, como es propio en la concepción islámica de la ley. (Sagarzazu, op.cit.)
         También de procedencia morisca el gusto arraigado en nuestra cultura por ciertas frutas (higo, melón, etc.) y dulces (alfeñique, alfajores con dulce de leche, el arrope, etc., creados por ellos). También los buñuelos, pastelitos y empanadas, todo de creación morisca. Sobre el dulce de leche algunos investigadores han visto su origen es el arrope, del ár. ar-rub, que expresa la idea de jugo de fruta cocido. Sagarzazu nos dice que es una versión derivada del arrope hispanoárabe utilizado por los moriscos, entre otras cosas para pegar la tapita de los alfajores. El dulce de leche es el postre identificatorio de la argentina,  aunque no haya nacido aquí ni en Chile, México o los demás países que reclaman ser su cuna porque también se ha consumido desde tiempos coloniales con diferentes denominaciones. El hilo civilizatorio que va desde el alfajor al dulce de leche se torna visible al examinar que la receta de la leche ha reemplazado al jugo de frutas, por lo que en realidad nace por una analogía con los arropes. La preparación del arrope, que era conocida por los andaluces ya en el siglo XI y figura entre las preferencias moriscas, involucra un proceso de cocciones y descansos hasta lograr la reducción  del líquido a un cuarto, como expresa la raíz árabe rub, del mismo origen que cuatro. Entre el mundo árabe y los argentinos circula una corriente de simpatía hacia las cosas dulces de la que no tomamos conciencia hasta que paladeamos atentamente postres de otras regiones del mundo y notamos que nuestro tenor de azúcar es elevado en comparación al de otros países. Los árabes hicieron uso generoso del azúcar porque conocieron la técnica del cultivo de la caña desde tiempos tempranos introduciéndola en España.
         El rechazo de la mayoría de los españoles hacia la minoría hispanomusulmana ha sido expresado a veces de manera vociferante y a veces sutil, como podría ser en el caso del azúcar, que por ser “cosas de moros” gozaba de menos prestigio que el alcanzado en la gastronomía hispanoamericana en general. La fobia a los moriscos fue tan pronunciada entre algunos españoles que hasta cuando comían eran objeto de escarnio. Un campeón del fanatismo, Pedro Aznar Cardona, en su obra “Expulsión de los moriscos de España” del año 1612, escribe: “Los moriscos comen cosas viles”, y en la lista de ellas anota: “albóndigas, pasas, higos, miel, arrope, melones, pepinos, duraznos.” (Cf. M. E. Zagarzazu en “La conquista furtiva”, 2001).


*El Legado Morisco en la Música Tradicional Argentina    
                                              
         El gaucho, el hombre de la extensión infinita que se conoce como pampa, fue en sus orígenes un hijo libre de la llanura que a caballo recorría las distancias sin más horizonte que el de su dichosa libertad. Se había forjado fama de cantor errante pues poseía la virtud innata del alma musical, heredada de sus antepasados peninsulares. La guitarra, símbolo visible de aquella valiosa herencia, era, junto a su caballo, las prendas infaltables que reunía como única riqueza con la que cubrir su necesidad. Y con eso le bastaba. Se dedicó a la caza del ganado cimarrón, fue arriero, baquiano, y más tarde, con la llegada del alambrado limitador, fue peón de hacienda, domador, esquilero, y demás faenas del campo. Y lo más importante, aquello que definió un tipo cultural que arraigó y sirvió de instrumento para la obra cumbre de nuestra literatura proverbial representada por el Martín Fierro: fue payador, costumbre también de herencia peninsular que aquí halló un nuevo color, original y distintivo, signo indudable de identidad y tradición.
         Cuando se indaga sobre el origen de la payada y el payador, nuestros tradicionalistas en primera instancia suelen aludir como antecedente a los trovadores provenzales, juglares medievales que llevaban una vida ambulante y recitaban versos improvisados de diversa índole, tratando desde temas de amor hasta diatribas políticas. Sin embargo, luego de algunas pesquisas que hemos llevado a cabo encontramos que su procedencia, si bien relacionada con los trovadores provenzales, data de un origen algo diferente y que nos remite directamente a la España musulmana.
         A pesar de la capitulación islámica en 1492, los musulmanes ya se habían encargado de transmitir pautas culturales que encontraron arraigo en los no-musulmanes, quienes las asimilaron a su acervo y las hicieron propias. Por ejemplo, el poeta estadounidense Ezra Pound, en su Canto VIII, en referencia a la canción de un trovador, nos dice que Guillermo de Poitiers (noble francés, noveno duque de Aquitania, séptimo conde de Poitiers y primero de los trovadores en lengua provenzal del que se tiene noticia, 1071-1126) “había traído la canción de España, con sus cantantes y sus velos...”, estableciendo un origen moro para la poesía lírica medieval popularizada por los trovadores. El erudito Evariste Lévi-Provençal (1894-1956), en sus estudios ha encontrado cuatro versos arabo-hispanos completos recopilados en un manuscrito del mismo Guillermo de Aquitania. Según fuentes históricas, el padre de Guillermo había hecho llevar a Poitiers centenares de prisioneros musulmanes luego de los combates por la “reconquista” católica de España. Guillermo, impulsor de la tradición trovadoresca, habría heredado su sensibilidad, e incluso su temática, de la poesía andalusí. Esta hipótesis fue apoyada a comienzos del siglo XX por Ramón Menéndez Pidal, aunque su origen se remonta al Cinquecento (periodo artístico del Renacimiento europeo correspondiente al siglo XVI) de parte de Giammaria Barbieri (filólogo italiano muerto en 1575) y luego por Juan Andrés y Morell (1740-1817, sacerdote jesuita, humanista cristiano y crítico literario español de la Ilustración). Meg Bogin, traductor al inglés del Trobairitz (trova occitana de los siglos XII y XIII), también apoya esta hipótesis. Otra de las influencias recibidas por los trovadores desde los hispanomusulnanes fue la introducción en Francia desde el siglo XI, y luego al resto de Europa, de un gran número de instrumentos musicales, por ejemplo: las palabras laúd, rabel, guitarra y órgano, derivan de los originales árabes ‘oud, rabab, qitara y urghun. Así también una teoría propuesta por Meninski en su Thesaurus Linguarum Orientalum (1680) y luego por Alexandre de Laborde en su Essai sur la Musique Ancienne et Moderne (1780), sugiere que los orígenes de las notas del solfeo también provienen de una raíz árabe. Esta teoría sostiene que las sílabas del solfeo (do, re, mi, fa, sol, la, si) habrían derivado de las sílabas del sistema árabe de solmización llamado ‘Durr-i Mufassal’ (Perlas separadas): dal, ra, mim, fa, sad, lam, shim.
         De igual modo consideramos que si bien la payada encuentra un antecedente en los cantos de los trovadores provenzales, quienes a su vez lo recibieron de los cantores poetas andaluces, ésta se encuentra íntimamente relacionada en su forma y estilo con el repentismo y el trovo de la cultura hispanomusulmana.
         El repentismo es un canto de improvisación que toma el tenor de ‘discusión dialéctica’ entre dos trovadores y que responde a un patrón determinado que ha estado presente en un gran número de culturas, sobre todo en la historia del Mediterráneo Musulmán.
         En el ámbito árabe-musulmán, la improvisación es un arte arraigado desde el siglo VIII. La costumbre de improvisar ‘sobre pie forzado’ aparece en multitud de textos de la cultura islámica (p.ej. Las Mil y Una Noches), generándose incluso todo un sistema de juegos poéticos basados en la repentización, como señala Bencheikh en Poetíque arabe, Ed. Gallimard, París 1989, pg. 73. El ‘pie forzado’ es un verso octosílabo que se impone a un poeta-cantor improvisador para que construya un poema improvisado cuyo último verso debe ser obligatoriamente el forzado[2]. El Arte de la poesía improvisada, en forma de duelo entre dos poetas, está suficientemente acreditada en Al-Ándalus (Cf. Del Campo Tejedor, Alberto: ‘Trovadores de repente’, Centro de Cultura Tradicional Ángel Carril, Salamanca, 2006).
         Del Repentismo surge el Trovo, forma musical tradicional de la comarca de La Alpujarra, región histórica de Andalucía que comprende Granada y Almería, así como de otras zonas del sureste español, y que consiste en la improvisación de ‘poesía dialogada’ sobre una base musical folclórica. A partir de 1492, y especialmente tras la rebelión de los moriscos liderados por Muhammad ibn Umayya (en 1568-1570), la Alpujarra sufre un proceso de feroz despoblación a manos de la inquisición católica. En este largo período de casi un siglo, los moriscos alpujerraños mantuvieron sus tradiciones músico-poéticas y sus bailes (como la zambra).
         La forma de expresión poética, los estilos de canto y acompañamiento que caracterizan a una gran parte de la poesía oral improvisada de la actualidad, con los estilos musicales propios derivados de la cultura hispano-árabe, existiendo similitudes indisimulables y pruebas de raíces comunes, sean españoles o hispanoamericanos, encontrará una forma de canto recitativo y acompasado, un tipo de acompañamiento musical cordófono (de cuerdas) y una forma de alternancia entre texto y música que responde a los mismos esquemas de expresión y representación propias de los recitados poéticos de la cultura musical islámica. He aquí los antecedentes de nuestra ‘Payada’.
         El escritor y escribano Emilio Pedro Corbiére (1886-1946) nos dice: “Este gusto a payador o cantor, creación árabe, que es la primitiva sangre de los andaluces, vino importado con los conquistadores a América, y de aquéllos se han copiado muchos de sus objetos de uso, como los frenos y las riendas de cuero trenzado. Es árabe el estilo de sus canciones pesadas, monótonas, quejumbrosas como lamentos, siempre en el mismo tono, y que los nativos denominaron ‘tristes’” ('El Gaucho. Desde su origen hasta nuestros días', Editorial Renacimiento, Sevilla, 1998, pág. 206)
         En este contexto, son altamente significativas las declaraciones del cantautor uruguayo Alfredo Zitarrosa (1903-1969): “La milonga es rioplatense... Se trata de un ritmo que recibe influencias afro y, por cierto, también proviene, como una buena parte del folclore nuestro, del folclore del sur de Andalucía, del sur de España, del folclore andaluz”. (Entrevista que se le realizó en España por el periodista José Luis Izaguirre, para Radio Peninsular en diciembre de 1976).
         Explicando el génesis del alma musical payadora, en El Payador Leopoldo Lugones dice: “Precisamente los trovadores del desierto habían sido los primeros agentes de la cultura islámica, constituyendo en sus justas en verso, la reunión inicial de las tribus que Mahoma, un poeta del mismo género, confederó después. Así se explica que para muchos gauchos, en quienes la sangre arábiga del español predominó, como he dicho, por hallarse en condiciones tan parecidas a las del medio ancestral tuviera el género tanta importancia”.
         Acerca del numen artístico del gaucho, el sociólogo y jurista argentino Carlos Octavio Bunge (1875-1918) dice:
         “Poseía un espíritu contemplativo y religioso. Falto de escuelas, su filosofía era simple ciencia de la vida formulada en abundantes sentencias y refranes.
         Trovador de abolengo, habíase traído de Andalucía la guitarra, confidente de sus amores y estímulo de sus donaires. Sentado sobre un cráneo de potro o de vaca, bajo el alero del rancho o bien sobre las salientes raíces de un ombú, tañía las armónicas cuerdas para acompañar sus canciones dolientes o chispeantes, a cuyo ritmo bailaban los jóvenes. De este modo se unían en una sola manifestación, como en las culturas primitivas, las tres artes: danza, música y poesía. En la danza alternaban movimientos graciosos, casi solemnes, y alegres zapateos. En la música -cielitos, vidalitas, tristes, a veces no sin marcado sabor morisco-, recordaba las melodías populares de la bendita tierra de los claveles y las castañuelas. (...)
         Era fértil en imágenes como los poetas orientales; casi no se expresaba más que con metáforas y en estilo figurado. Fácil lirismo tenía en el fondo del alma y el chascarrillo a flor de piel. Prolongaba inmensamente notas trémulas, vibrantes, cálidas, que se dirían nacidas, más que humano pecho, de las entrañas mismas de la Pampa, como por evocación divina.” (Fragmentos del discurso pronunciado en la Academia de Filosofía y Letras, 1913)
         Si bien la payada hoy en día en nuestro territorio -y hace ya un siglo- se desarrolla sobre ritmo de milonga, es sabido que originalmente los gauchos improvisaban sobre ritmo de cifra. Uno de los grandes intérpretes de música surera -la música de tradición campera que mejor ha sabido mantener el color de la estirpe gaucha-, don Argentino Luna, en una entrevista realizada por el músico Chango Spasiuk para el Canal Encuentro, decía que la cifra tenía un claro origen en el flamenco andalusí. Ahora bien, el escritor andalucista Blas Infante (1885-1936) sostiene que el término ‘flamenco’ proviene de la expresión árabe ‘fellah min ghair ard’, que significa ‘campesino sin tierra’. Asimismo dice que muchos moriscos se integraron en las comunidades gitanas y supone que desde ese caldo de cultivo surgió el cante flamenco, como manifestación del dolor que ese pueblo sentía por la aniquilación de su cultura (cf. Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo, 1929-1931). En su obra El Ideal andaluz escribe: “(...) estos moriscos, estos andaluces fieramente perseguidos, refugiados en las cuevas, lanzados por su sociedad española, encuentran en el territorio andaluz un medio de legalizar, por decirlo así, su existencia, evitando la muerte o la expulsión. Unas bandas errantes, perseguidas con saña, pero sobre las cuales no pesa el anatema de la expulsión y la muerte, vagan ahora de lugar en lugar y constituyen comunidades organizadas por caudillos, y abiertas a todo peregrino (...) Basta cumplir un rito de iniciación para ingresar en ellos. Son los gitanos (...) Hubo, pues, (el morisco) de acogerse a ellos. A bandadas ingresaban aquellos andaluces, los últimos descendientes de los hombres venidos de las culturas más bellas del mundo, ahora labradores huidos. ¿Comprendéis ahora por qué los gitanos de Andalucía constituyen, en decir de los escritores, el pueblo gitano más numeroso de la tierra? ¿Comprendéis por qué el nombre flamenco no se ha usado en la literatura española hasta el siglo XIX, y por qué existiendo no trascendió el uso general? Un nominador arábigo tenía que ser perseguido al llegar a denunciar al grupo de hombres, heterodoxos a la ley del estado, que con ese nombre se amparaban. Comienza entonces la elaboración del flamenco por los andaluces desterrados o huidos en los montes de África y España” (págs. 107-108). El Padre García Barroso también considera que el origen de la palabra flamenco puede estar en la expresión árabe usada en Marruecos ‘fellahmengu’,  que significa ‘os cantos de los campesinos’ (cf. La música hispanomusulmana en Marruecos, Larache, 1941). Asimismo, Luis Antonio de Vega aporta las expresiones ‘felahikum’ y ‘felahenkum’, con en el mismo significado (cf. El origen del flamenco. El baile de los pájaros que se acompañan en sus trinos).
         También el historiador Félix Luna, en la introducción a su libro sobre don Atahualpa Yupanqui, haciendo una breve reseña del folklore argentino apunta que los estilos musicales de la vidala y la baguala norteñas guardan una similitud con el cante jondo, estilo antiguo del folklore andaluz.
         Ventura Lynch, en el libro ya citado, escribe acerca de la música de los gauchos primitivos: “La música era la música de nuestros días, corrupción entonces de aires andaluces, que hoy está sumamente adulterada. Cantaban la cifra, el cielo, el fandango y el fandanguillo, composiciones todas más parecidas a la jota, el bolero y otras muy vulgarizadas entonces y hoy en la Andalucía”.
         En el ámbito de nuestra música folklórica también se debe a los moriscos andaluces el origen de la zamba y la cueca, que derivan de la zamacueca, ésta de la sevillana española, ésta a su vez de una música antiquísima de los moros.
Diversos musicólogos coinciden en que la cueca y la zamba, danzas tradicionales de la Argentina y Chile, proceden de un antiguo estilo musical llamado zamacueca. Ahora bien, el profesor del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile, Eugenio Chahuán, en su artículo Presencia Árabe en Chile, nos comenta lo siguiente: “Una curiosa ‘jarcha’ (breve composición lírica) de la última estrofa de una muwashshaha (moaxaja) del cancionero árabe popular del siglo IX, que se encuentra en la compilación y restauración realizada por el profesor Sayed Ghazi, en su obra Diván de Muwashshahas Andaluzas, nos presenta el cuadro plástico coreográfico del hombre y la mujer en la cueca... La importancia de esta jarcha árabe consiste en ser parte de un conjunto de cantos y bailes populares, lo que nos haría suponer el origen árabe-andaluz de la cueca. Al respecto cabe señalar que la etimología de la palabra cueca nos indicaría la posibilidad de un origen árabe de este baile: cueca, zamacueca y su viable conexión con el término árabe samakuk que origina el español zamacuco: malicioso, embriaguez, hombre torpe y rudo, nombre derivado del verbo árabe Kauka, que señala la acción seductora que realiza el gallo para conquistar a la gallina, que, coincidentemente, conllevaría el simbolismo de la cueca (y derivados como la zamba y la chacarera -cf. los zapateos y los zarandeos de polleras netamente andaluces)” (Revista Chilena de Humanidades, N 1, 1983). El profesor Ricardo Elía apunta que ‘zamacuco también es una persona solapada, que calla y hace su voluntad, características de los perseguidos y clandestinos, como los moriscos y los gauchos’. Siguiendo esta misma línea, el musicólogo chileno Samuel Claro Vilches publicó un trabajo erudito titulado Cueca chilena, cueca tradicional (Universidad Católica de Chile, 1986), donde confirma el origen árabe de la cueca y compara su métrica con la de la muwashshaha andalusí.
         José Luis Claros López, integrante de la Fraternidad ‘La Chacarerata’ del Gran Chaco nos informa que la chacarera, cuyo nombre proviene del vocablo “chacarero” (trabajador de chacra o granja, chakra: maizal en quechua santiagueño), porque generalmente se bailaba en el campo, recorre las rutas de la leyenda desde sus orígenes bajo la luna de Marruecos, saltando el estrecho de Gibraltar para heredar desde el Al Andaluz a la futuras colonias Españolas. Renaciendo entre el mito en nuestra América del Sur, luego el ritmo se transforma en canciones que comienzan a ser la identidad, de los pueblos, barriadas y rancheríos de esta gran geografía Chaqueña ya que encontró su alma en lo criollo, como la utopía y el amor encuentran su voz y un lugar en sus coreografías y letras. Los diversos ritmos y melodías surgidos de la escuela andalusí forjada por Ziriab (789-857, poeta y música iraquí de ascendencia africana, encargado de llevar sus teorías musicales al emirato andaluz), como las zambras, pasarían a América con los moriscos y se transformarían en danzas como la zamba, el gato, el escondido, el pericón, la milonga y la chacarera, la cueca y la tonada, las llaneras, el jarabe o la guajira y el danzón. Es así que la Chacarera pertenece al folklore vivo, pues aún se baila al natural en los ambientes populares.
         La chamarrita, estilo musical folclórico emparentado con la milonga particularmente popularizado en las provincias de Entre Ríos y Corrientes en Argentina, así como en Uruguay y en Río Grande del Sur en Brasil, pertenece al legado islámico llegado con los inmigrantes maragatos. El musicólogo brasileño Renato Almeida considera que es original de las Islas Azores, donde conserva el nombre de Chamarrita. Luego sería introducida al Brasil por inmigrantes maragatos de estas islas y de allí pasaría al litoral argentino y al Uruguay.
        
Breve Nota acerca de los Maragatos

         A sesenta kilómetros al sur de Asyut, en Egipto, a mitad de camino entre las localidades de Tahta y Suhaj, se encuentra la población de al-Maraghat (en árabe: caverna, gruta). A principios del siglo VIII, un grupo de ciudadanos maragatos se sumaron al contingente de 18 mil hombres que Musa Ibn Nusair (640-714), gobernador del califato Omeya en el Norte de África, llevó a la Península Ibérica hacia 712 para consolidar las posiciones que su lugarteniente bereber Tariq Ibn Ziyad había conseguido el año anterior (de aquí que el antropólogo español Dr. Aragón y Escacena, en su obra Estudio antropológico del pueblo maragato -Madrid, 1902-, considere a los maragatos descendientes de una inmigración berberisca).
        Desde un principio los maragatos se asentaron en la provincia ibérica de León, en un área montañosa que sería llamada La Maragatería, situada en la zona central de la provincia hacia el suroeste de la ciudad de León. Hacia fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, llegan al Río de la Plata numerosas familias de maragatos de León procedentes del puerto de La Coruña, y otras tantas procedentes de las Azores. Los maragatos serán los pobladores pioneros de los Establecimientos Patagónicos, fundando las poblaciones argentinas de Carmen de Patagones (la ciudad más austral de Buenos Aires), Mercedes de Patagones (actual Viedma), San Julian y Puerto Deseado. De ésta última población, otros grupos de maragatos se dirigieron hacia la Banda Oriental, fundando allí la ciudad de San José de Mayo, en el actual territorio de Uruguay. Por esta razón es que los actuales pobladores de San José de Mayo y su entorno, así como los de Carmen de Patagones, suelen recibir el gentilicio de ‘maragatos’, aún cuando tengan otros orígenes. Ya a fines del siglo XVIII serán identificados con los gauchos de la región. El tradicionalista y estanciero bonaerense Ronaldo Urruti, investigador de los orígenes andalusíes del gaucho rioplatense, aporta un dato no menor: los maragatos serán los encargados de imponer algunas pilchas gauchas como el calzoncillo cribado (con flecos).
         Durante todo el siglo XIX, los maragatos tendrán un rol activo en la política de la región del sur de Brasil.
         Río Grande del Sur es uno de los 26 estados que junto al distrito federal componen Brasil. Es, además, el estado más meridional del país localizándose en la Región Sur de Brasil. El actual territorio de Río Grande del Sur, en tiempos de la colonia, se hallaba comprendido dentro del Virreinato del Río de la Plata, constituyendo el centro y centro-norte de la gran Banda Oriental de las primeras épocas coloniales.
         Entre el 20 de septiembre de 1835 y el 1 de marzo de 1845, movilizados por las ansias de libertad e independencia, los maragatos forman parte de las fuerzas gauchas riograndenses en la llamada ‘Guerra de los Farrapos’, cuyo desenlace fue la proclama como país independiente del Río Grande del Sur. También tuvieron una notable participación en la Revolución Federalista, llamada justamente ‘Revolución de los Maragatos’, que estalló en Río Grande del Sur en febrero de 1893 contra los recién proclamados Estados Unidos del Brasil que, con el cambio de nombre, fueron la continuación del Imperio del Brasil. La Revolución Federalista contó con la participación de miles de gauchos montoneros brasileños, argentinos y uruguayos. La inestabilidad política llevó a los federalistas a intentar derrocar a las fuerzas leales del presidente estatal Júlio Prates de Castilhos (cuyos seguidores eran llamados ‘picapaus’ o ‘chimangos’), esperando conseguirse nuevamente la autonomía riograndense y la descentralización del estado naciente. Los líderes militares de la Revolución fueron los caudillos nacionalistas Gumersindo Saravia (1852-1894) y Aparicio Saravia (1855-1904).
En su Vida de Aparicio Saravia. El gaucho de la libertad, el historiador revisionista argentino Manuel Gálvez nos aporta el siguiente dato esclarecedor: “Popularmente, cada bando ha puesto a su contrario un mote: para los federalistas o revolucionarios, los partidarios del gobierno son los ‘picapaos’, nombre de un pájaro, y les llaman así porque, como el picapote o carpintero, en el árbol, ellos están siempre ‘picando’ al pueblo con impuestos y exacciones; y para ellos los federalistas son los ‘maragatos’. ¿Dícenles así por haber entre ellos algunos uruguayos de San José, llamados 'maragatos'? En España se da ese nombre a los habitantes de las Hurdes (comarca que se extiende a través de las provincias españolas de Cáceres y Salamanca), a quienes se les cree descendientes puros de los moriscos y muy peleadores” (pág. 62).
         Así es que aún en nuestros días, Río Grande del Sur, en Brasil, mantiene una cultura gauchesca prominente. “La singular cultura gauchesca es el sello de Río Grande del Sur, donde los vaqueros de piel tostada rondan las pampas sureñas con su inconfundible sombrero plano y barbijo, pantalones amplios, pañuelo rojo al cuello y botas de cuero”, señala la guía turística Insight Guides-Brazil.


*Juegos y Destrezas Ecuestres de Origen Morisco

         Entre las cosas que constituyen el legado andalusí en nuestra tradición gaucha encontramos juegos y destrezas ecuestres que demuestran una relación directa entre el colectivo marginado de ascendiente moro y la cultura criolla argentina.

Juego de cañas

         El Juego de cañas, es un juego de origen militar árabe, muy celebrado en España del siglo XVI al XVIII, en muchas de sus Plazas Mayores. Consistía en hileras de hombres montados a caballo tirándose cañas a modo de lanzas o dardos y parándolas con el escudo, Se hacían cargas de combate, escapando haciendo círculos o semicírculos en grupos de hileras.
        En Argentina es uno de los juegos gauchos más antiguos, de origen hispanoárabe. Consiste en que los jinetes deben imaginar cargas de combate y por ende, escapar, hacer círculos, semicírculos, ya sea en grupos o en hileras. Se inicia cuando el primer jugador pasa frente al bando contrario, de donde sale un adversario en su persecución y bolea simbólicamente a su caballo (con boleadoras hechas de material inofensivo); el boleado debe entrar al bando opuesto y permanecer allí. Un tercero sale entonces en persecución del que arrojó las bolas y a su vez le bolea su caballo, debiendo éste ingresar al grupo enemigo. El juego termina cuando los hombres de un bando están en el de los contrarios y éstos se mantienen en el propio.

El Pato

         El pato es un deporte ecuestre originario de Argentina, el mismo nació de la mano de los gauchos que practicaban este deporte en sus estancias.
         Desde la época de la colonia, y durante todo el siglo XIX, el pato era el deporte más popular para los hombres a caballo y los del campo en Buenos Aires. Utilizaban un pato vivo dentro de una bolsa de cuero con cuatro manijas, y se trataba de un juego muy brusco y fuerte que daba lugar a encuentros sangrientos y peligrosos.
         Fue declarado oficialmente juego nacional de dicho país en 1953 por el presidente Juan Domingo Perón.
         Ya en el siglo XVI se realizaban contiendas o “corridas” donde dos equipos de jinetes intentaban hacerse con un pato vivo (de ahí el nombre del juego). El mismo fue inventado por los gauchos que habitaban la pampa, existiendo testimonios que dan cuenta de su existencia ya en 1610. En sus inicios se lo practicaba con un pato muerto, o a veces vivo, colocado dentro de una bolsa, de donde procede su nombre.
         Las crónicas mencionan partidos con hasta 200 participantes, disputados de estancia a estancia. El animal usado para el juego solía ser entregado por un pulpero, a veces envuelto en una canasta o dentro de una bolsa de cuero con asas.
         Encontramos notables semejanzas entre el Pato y el Buzkashí afgano.
         El buzkashi es una actividad ecuestre practicada en Afganistán, donde está considerada deporte nacional. A pesar de que se practica en Afganistán, se originó probablemente en Uzbekistán.
         Consiste en dos equipos de chapandoz, o jinetes, en un campo de aproximadamente dos kilómetros de longitud. Los jugadores de cada equipo no se diferencian en el color de su camiseta, sino que parecen conocerse. El objetivo del juego es conducir el boz, que es una cabra sin cabeza y sin extremidades, desde un extremo del campo al otro. Los integrantes de ambos equipos pugnan para llevarse el cuerpo de la cabra al centro del terreno de juego.

Corrida de la Sortija

         Todo indicaría que dicho juego llegó a estas latitudes con la conquista, y con el paso del tiempo sacó carta de criolla ciudadanía, haciéndose infaltable en los festejos de las fiestas patrias y las fiestas patronales de cada pueblo. Y así se transmitió en el tiempo hasta bien entrado el siglo 20, a tal punto, que el meticuloso y muy bien informado D. Justo P. Sáenz (h), a principio de los años 40 aseveraba: “La Corrida de Sortija, único juego de a caballo que (con las carreras de velocidad) ha perdurado sin modificaciones hasta nuestros días”, claro que ahora, a más de setenta años de lo dicho, no podemos sostenerlo con tal firmeza, porque aunque el juego perduró con muchos adeptos, ha variado usos (cosas de las ‘innovaciones’, que le dicen).
         Insistiendo sobre el origen y su persistencia en nuestra vida rural y costumbres tradicionales (Sáenz cita que se las menciona en escritos de 1657, o sea, ¡hace casi 360 años!), podemos remitirnos a Guillermo A. Terrera, quien no duda en informar que tal justa fue “...Traída a tierras americanas por los españoles, estos a su vez la recibieron de los conquistadores moros, pues la sortija era un juego muy popular entre las tribus moras del norte de África.”
         ¿En qué consiste el juego? En un arco de 2 a 3 metros de altura cuelga una sortija o argolla: el jinete debe embocar un palillo o puntero, que lleva en su mano, dentro de la sortija arrancando su carrera desde una distancia de aproximadamente 100 metros, parándose sobre los estribos y con el brazo en alto. En ocasiones se acostumbra que el gaucho que tome la sortija se la dé a la mujer de su preferencia.


*Los aportes de Lugones y Sarmiento.

         Ya hemos tenido ocasión de citar a dos autores clásicos argentinos los cuales consideramos como precursores en el develamiento del elemento morisco en nuestra tradición gaucha; ellos son: Leopoldo Lugones, en su obra El Payador, y Domingo Faustino Sarmiento en los libros Facundo, Recuerdos de Provincia y Viajes por Europa, África y América. A continuación compartiremos algunas apreciaciones más de estos autores.

Montar a la Jineta, Zenetes y Montoneras Gauchas.

          Lugones, reivindicando la estirpe gaucha y refiriéndose al legado morisco plasmado en el criollo de nuestro suelo, describe en El Payador la siguiente característica como notable heredad: “...es sabido que el arte de cabalgar y de pelear a la jineta, así como sus arreos, fue introducido en España por los moros, cuyos zenetes o caballeros de la tribu berberisca de Banu Marin, diéronle su nombre específico. Así, jinete, pronunciación castellana de ‘zenete’, fue por antonomasia el individuo diestro en el cabalgar”.
         La jineta consistía en una técnica de equitación basada en la velocidad y la agilidad. Los caballos tenían que ser ligeros, briosos y revueltos. El método o sistema de monta a la jineta tenía y tiene una característica muy especial, consistente en hacer correr, parar y girar el caballo bruscamente pero en sujeción a determinados principios. El caballo tenía que revolverse y marchar de un lado a otro, incluso hacia atrás, con gran agilidad y presteza, y todo ello mediante la ayuda de los pies, piernas y rodillas, así como de la mano izquierda del jinete. Por esto es que este tipo de monta se caracteriza por llevar el caballo con una sola mano en monturas con grandes arzones que permitiesen sujetar bien al jinete ante los movimientos bruscos del caballo y estribos cortos para que el jinete llevase con sus piernas al caballo pudiendo usar las manos para la lanza y algún otro instrumento de ataque. En el combate a la jineta, los jinetes atacaban a galope tendido, en pequeños grupos o en solitario, hacían todo el daño posible y repentinamente volvían grupas y huían para volver a atacar en el momento más imprevisto.
         Los bereberes zenetes introdujeron la monta y el guerrear a la jineta desde el Norte de África en el territorio de al-Ándalus, forjando una auténtica “cultura del caballo” y convirtiéndose en la forma principal de cabalgar para los musulmanes peninsulares. La jineta llegará a América con los soldados rasos morisco-andaluces (Garcilaso de la Vega cuenta que su país, el Perú, “se ganó a la jineta”) y sus herederos criollos la harán propia, plasmando este estilo particular de combate sobre todo mediante la guerra de guerrillas llevada a cabo por las montoneras gauchas. Por ejemplo, las crónicas históricas de Mendoza cuentan que la ciudad era fundada el 2 de marzo de 1571 por don Pedro del Castillo procedente desde Chile, y sus fuerzas trajeron las primeras ‘monturas de la jineta’, de arzones altos y diseño moruno. Este tipo de silla se difundió en toda la región cuyana: silla, montura, casco, avío. Por su parte, el tradicionalista santafecino Bernardo Alemán, en su libro Camperadas, deja ampliamente documentado el uso de la monta a la jineta y de los aperos de origen morisco en los primitivos gauchos de Santa Fe. Así también el escritor ecuatoriano Fabián Corral, estudiando a los chagras, campesinos de los Andes del Ecuador, remitiéndose a la influencia morisca en Sudamérica escribe lo siguiente: “Los estilos de montar se fundieron, pero predominaron, en buena parte, las prácticas de la jineta: gauchos, charros, chagras y llaneros siguen, como los moros, llevando las riendas en la izquierda y manejando el caballo con las piernas”.
         Ahora bien, ¿de dónde proviene la monta a la jineta?
         La jineta surge en el Magreb africano (Norte de África) y llega al califato de Córdoba (Península Ibérica) en el siglo X, con la incorporación de tropas bereberes en el ejército califal que inició el sultán Al-Hakam II (961-976) e impulsó su visir Al-Mansur, quien eliminó el sistema de reclutamiento nacional y lo sustituyó por la incorporación masiva de mercenarios africanos; si bien los involucrados en la conquista musulmana de la Península Ibérica fueron guerreros de origen bereber que masivamente poblaron las zonas conquistadas, los califas anteriores a Al-Hakam, de origen árabe, se habían mostrado reticentes ante la incorporación de tropas africanas en el ejército. Sin embargo, el polígrafo Ibn Hayyan, en su Muqtabis, escribe sobre Al-Hakam: “Llegó a asomarse...para contemplar a los jinetes bereberes, cuando desarrollaban sus escaramuzas, y no les quitaba la vista, lleno de asombro. ‘Mirad -decía a quienes le rodeaban- con qué naturalidad se tienen a caballo estas gentes. Parece que es a ellos a quien alude el poeta cuando dice: Diríase que nacieron debajo de ellos y que ellos nacieron sobre sus lomos. ¡Qué asombrosa manera de manejarlos, como si los caballos comprendiesen sus palabras!’. Y los que le oían se maravillaban de la rapidez con que había cambiado de opinión respecto a los bereberes”. El ejército califal pasó a componerse fundamentalmente de tropas bereberes de caballería, a las que se respetó su organización interna y su equipo tradicional. A partir de entonces en Andalucía se difunde la silla de montar africana, que tenía los arzones más elevados.
         El nombre de ‘jineta’, dado a este estilo ecuestre, procede de la tribu de los Zenetes, ya que el primer escuadrón de caballería que cruzó el estrecho para incorporarse a las tropas califales de Al-Hakam II fue el de los Banu Birzal, fracción de la tribu de los Banu Dammar, del sur de Túnez, que pertenecían a la dinastía de los Zenetes, si bien posteriormente acudirían numerosas tribus de Marruecos y Argelia, como los Banu Marín, que utilizarían el mismo sistema de equitación.
         Zenata o Zeneta, Zanata o también Zenete e Iznaten, son las variaciones del nombre que recibió un grupo de pueblos bereberes durante el período medieval, del cual descienden varias etnias actuales. El historiador y viajero musulmán Ibn Jaldún relata que fueron, junto con los Masmuda y los Sanhaya, una de las tres grandes confederaciones bereberes musulmanas de la Edad Media. Añade que estas tribus, que a la vez eran nómadas y sedentarias así como constructoras de ciudades, se concentraron en el Magreb Medio (la actual Argelia, donde D.F. Sarmiento en sus viajes encontrará los homólogos musulmanes de nuestros gauchos). Ibn Jaldún remontó el linaje mítico de los Zenetes hasta Mazigh y Cam, el hijo de Noé. Este pueblo encuentra su origen en la lenta migración que tribus nómadas efectuaron desde el Cercano Oriente hacia el Magreb africano para luego dirigirse al norte y alcanzar la Península Ibérica. Los Luwata, tribu de la confederación de los Zenetes que tuvo en la antigüedad un patriarca llamado Lerna, eran nombrados ‘Libus’ por los antiguos egipcios y se los llama ‘Lubim’ en el libro bíblico del Génesis; estos Luwata dieron por su parte el nombre a Libia (en la antigüedad clásica se denominó Libya a todo el actual continente africano).
         La mayoría de los Zenetes derivan de tres grandes tribus bereberes: Maghraua, Deyrawa y Banu Ifren. El mismo nombre de África parece provenir de la tribu Ifren establecida antiguamente en el este del actual Magreb. El nombre procedería de la raíz Ifru, con sus posibles variantes: Ifri, Afer, Afar, etc. Ifriqiya es el nombre que dieron los árabes a la región de los Banu Ifren, que correspondía a la actual Tunicia.
         Hacia el año 711, ya islamizados y aliados con los árabes, los bereberes marcharon sobre la Península Ibérica, lo que hizo que numerosos Zenetes se establecieran en Al-Ándalus, haciendo trascender allí algunos rasgos culturales como el ejemplo ya citado de su destreza ecuestre de la que se deriva la palabra castellana actual ‘jinete’ precisamente de ‘zenete’.
         Los Banu Marín fueron los miembros de una dinastía de origen bereber zenete que gobernó la zona del actual Marruecos entre los años 1244 y 1465. También controlaron brevemente algunas regiones de Andalucía y el Magreb, influyendo fuertemente en el reino Nazarí de Granada, donde a partir de 1275 destacaron importantes contingentes de tropas de caballería.
         Aunque el origen de la jineta es norafricano, no cabe duda de que fue en al-Ándalus donde evolucionó y alcanzó su máxima expresión. La jineta es ante todo un sistema para hacer la guerra a caballo (‘hacer mal a caballo’, decían en el siglo XVI). El naturalista español Bernardo de Vargas Machuca (1557-1622), en su libro Exercicios de la Gineta (1619) dice: “Porque la invención de la gineta fue para la guerra, y para ella se aplicó la lanza y adarga”, por lo que cabe suponer que se forjaría en la frontera o frente de guerra entre musulmanes y cristianos, en lo que los musulmanes llamaban ‘dar al-yihad’ (territorio de la guerra).
          Ahora bien, destacable es el hecho  que refiere la tradición en cuanto a que el primer gaucho de nuestras pampas fue un soldado raso andalusí que hastiado por el maltrato del ejército realista del que formaba parte y la miserable forma de vida a que lo sometían, trocó su morada al precio de un caballo blanco y una guitarra con los que rumbeó hacia la pampa distante. En 1586, Alejo Godoy da inicio a la historia gaucha que lucirá su impronta bravía tanto en las guerras por la independencia como en los conflictos sociales de mano del caudillismo y las montoneras.
         Si bien es de notar que la forma de andar a caballo típicamente gaucha reúne elementos del montar a la jineta procedentes del Norte de África y del montar a la brida, que tiene procedencia centroasiática, vemos en las montoneras un resultado cabal de la monta y el combate a la jineta heredado por nuestros gauchos de sus antepasados hispanomusulmanes.

         En la historia argentina se llamó ‘montoneras’ a las unidades militares gauchas de extracción rural, generalmente de caballería, comandadas por los caudillos. Las montoneras eran unidades relativamente inorgánicas que generalmente operaban en ámbitos rurales. Sus tácticas de combate eran rudimentarias, pero se adaptaban a las condiciones predominantes en el campo abierto. En efecto, las montoneras generalmente debían recorrer grandes distancias sin población alguna entre pueblos y ciudades, y combatir en lugares elegidos por características geográficas naturales que favorecían sus movimientos. Las armas que utilizaban eran combinaciones de lanzas con sables y boleadoras. El método utilizado por las montoneras suele llamarse ‘guerra de guerrillas’, táctica militar que consiste en hostigar al enemigo con destacamentos irregulares y mediante ataques rápidos y sorpresivos aprovechando también las irregularidades del terreno. Para esto se sirvió el gaucho, entre otras cosas, de las sillas de montar de origen andalusí de arzones altos, utilizadas, como apuntamos antes, en los combates a la jineta ya que lograban estabilizar al jinete para que se sirviera de sus manos para empuñar las armas de combate.
         El gaucho fue un elemento determinante en la constitución no sólo de la Argentina, sino de toda la América del Sur en sus procesos libertarios y sociales, plasmando el espíritu poderoso de aquel soldado raso andalusí, Alejo Godoy, y sus ansias emancipadoras legadas desde un pasado inquisitorial y traducidas en movimientos independentistas. Fue así que los gauchos desempeñaron un papel fundamental durante la Guerra de la Independencia Argentina entre 1810 y 1825.
         Surgida la Primera Junta en Buenos Aires, fueron gauchos los que siguieron al caudillo José Gervasio Artigas. Artigas formó un ejército popular de gauchos e indios, derrotó a los realistas y puso sitio a la ciudad de Montevideo.
         Los gauchos, junto a los indígenas y otros campesinos, ayudaron a plasmar el primer gobierno federal en la inmensa región del Río de la Plata, conformando la Unión de los Pueblos Libres (o Liga Federal, confederación de provincias aliadas liderada por Artigas, que sumió el título de protector de los pueblos libres, constituida por las provincias de Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, la Provincia Oriental, Santa Fe y los pueblos de Misiones) dentro de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
         Durante la guerra de la independencia el gaucho también se integró al Ejército del Norte enviado desde Buenos Aires hasta los confines del Alto Perú de lo que fuera el Virreinato del Río de la Plata.
         Especial reconocimiento mereció la actuación de los gauchos jujeños del mayor general Eustoquio Díaz Vélez. Durante la Segunda Campaña del Alto Perú, comandada por el general Manuel Belgrano, Díaz Vélez creó, en el año 1812, un cuerpo de soldados a caballo compuesto mayoritariamente por gauchos jujeños, puneños y tarijeños, a los que denominó ‘Los Patriotas Decididos’, y que fueron la retaguardia que contuvo permanentemente el avance de los realistas durante el Éxodo Jujeño. Estos gauchos de Díaz Vélez participaron también en las victorias de la Batalla de las Piedras y de Tucumán, esta última la más importante librada por la Independencia Argentina.
         Al ser derrotado el Ejército del Norte, fue nombrado como nuevo comandante el general José de San Martín, quien encomendó a Martín Miguel de Güemes la defensa de la frontera norte, mientras él se dirigía a Mendoza a formar el Ejército de los Andes (también constituido en gran medida por gauchos y huasos), con el objetivo de cruzar los Andes para liberar Chile y Perú.
         Los gauchos desarrollaron los combates contra los realistas en el marco de acciones de guerrilla que se darían en llamar ‘montoneras’, a lo largo de una línea fronteriza de más de 600 km de extensión, que quedó bajo la responsabilidad de Güemes después del colapso militar patriótico producido por la derrota del Ejército del Norte tras la Batalla de Sipe Sipe en 1815. El principal escenario de operaciones fue la Quebrada de Humahuaca y las provincias vecinas de Tarija.
         Aquellas luchas se prolongaron por más de diez años, conociéndose con el nombre de ‘Guerra Gaucha’. Solamente en el norte del territorio argentino, la fuerza militar gaucha libró 236 combates contra las fuerzas realistas españolas defendiendo la frontera. Los gauchos norteños demostraron habilidades y destrezas particulares para el combate a caballo y en la lucha abierta, aún en medios adversos.
         Así las tropas gauchas también constituyeron un hito muy importante en el desarrollo de la independencia de Bolivia, destacándose las acciones guerrilleras llevadas a cabo por los comandantes de las republiquetas independientes como Manuel Ascencio Padilla, su mujer Juana Azurduy, Eustoquio Méndez y otros. Estas actuaban en estrecha colaboración con las tropas de Güemes.
         En el sur de Brasil los gauchos desencadenaron una guerra independentista en la región de Río Grande del Sur, formando una república independiente entre los años 1836 y 1845, liberando a los esclavos y creando una constitución.
         En la bibliografía histórica militar internacional, los gauchos fueron comparados por analogía con los soldados musulmanes del cuerpo de mamelucos del Norte de África. Nosotros vemos un destello más de la clara e indudable influencia hispanomusulmana transmitida a través de los moriscos y que llega desde los Zenetes del Magreb africano para colaborar en la manifestación del espíritu único de nuestra raza gaucha, espíritu que nos justifica como argentinos entre las culturas tradicionales del mundo.

De Montoneras gauchas y Cuadrillas monfíes

         A este respecto no está de más señalar las notables semejanzas entre las montoneras gauchas que cumplieron un rol determinante en la incipiente historia argentina y las cuadrillas “Monfíes” que opusieron una férrea resistencia contra el poder central en la España de la ‘Reconquista’.
         ‘Monfíes’, del árabe ‘munfī’, «desterrado», es el nombre por el que se conocieron en el siglo XVI y principios del XVII a los moriscos refugiados en las serranías del antiguo Reino de Granada (en España), dedicados primordialmente al bandolerismo, dada su condición de marginados y perseguidos.
         Los monfíes fueron, originalmente, mudéjares huidos a los montes como consecuencia de los desórdenes y la represión asociados a la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492, y su número aumentó en décadas posteriores conforme crecía la presión ejercida por las nuevas autoridades castellanas contra los súbditos granadinos, especialmente después de que fueran obligados a convertirse al cristianismo, pasando a ser llamados moriscos, como anotáramos precedentemente. Los monfíes se organizaban en cuadrillas dirigidas por ‘capitanes’ (que indudablemente nos remiten a nuestros Caudillos), algunos de ellos famosos, como Gonzalo el Seniz. Las cuadrillas a veces se agrupaban en bandas, con una organización casi militar. Los monfíes, de extracción eminentemente rural, formaron comunidades en los montes en las que practicaban libremente los ritos de su fe islámica, al contrario que el resto de los moriscos que eran obligados a mostrar adhesión a las creencias y rituales católicos. Los monfíes se dedicaron en gran medida a la propia justicia contra los desmanes sufridos a manos de los cristianos y tuvieron en los pastores a sus mejores aliados.
         En gran medida, las similitudes que encontramos entre monfíes moriscos y gauchos montoneros es la pertenencia de ambos estratos en la categorización que se ha hecho de ellos en cuanto a su supuesto ‘bandolerismo’. Entendemos aquí que bajo ese concepto se oculta lo que el historiador Hugo Chumbita llama “modos de autodefensa de grupos autóctonos” frente a la ocupación colonial, la organización del Estado y su monopolio de la violencia. En referencia a los criollos primitivos de la pampa argentina, Chumbita escribe: “En aquellas fabulosas llanuras irredentas cada cual valía por sí mismo sin tener que dar cuenta a nadie. En los márgenes de la civilización colonial, en contacto con ella pero fuera del orden, arraigaron formas de subsistencia alternativa, otros códigos y otra manera de ser. Para la gente ilustrada en la visión eurocéntrica, era la barbarie. (...) Tras la frontera la vida humana no era idílica, pero regían las leyes de la naturaleza por sobre las de la corona y la amplitud del horizonte alentaba la ilusión de libertad. Cada vez que el sistema de ocupación colonial avanzó desde las ciudades hacia esas regiones periféricas, tropezó con los disturbios rebeldes. La organización del Estado y su monopolio de la violencia chocaba en particular con la existencia de las tribus pastoras y los vaqueros errantes, que sostuvieron análogas confrontaciones con el poder de los propietarios, comerciantes y funcionarios. En el marco de tales conflictos, gran parte de lo que se calificaba como bandolerismo no eran sino modos de autodefensa de esos grupos autóctonos” (Jinetes Rebeldes, cap. 1: Bárbaros, Bandidos y Rebeldes). Esta situación con el tiempo habría de prolongarse contra los gauchos y las capas rurales criollas luego de la independencia con el Directorio y la ley de la vagancia, y más tarde en las confrontaciones civiles, sobre todo después de Pavón, con la avanzada política y cultural del liberalismo mitrista y sarmientino.
         Dentro de este marco, tanto los monfíes moriscos como los gauchos montoneros pueden circunscribirse en la noción de bandolero social que fuera acuñada por el pensador Eric Hobsbawn, la cual enfatiza la dimensión colectiva de sus peripecias como expresión contestataria de una comunidad, por oposición al carácter individual del simple delincuente. Este fenómeno es propio de las sociedades de base agraria -incluyendo las economías pastoriles-, compuestas por campesinos y trabajadores rurales que eran explotados por señores, terratenientes, ciudades u otros centros de poder. Hobsbawn interpreta estos modos de autodefensa autóctono (llamados por él ‘bandolerismo social’) como “forma primitiva de protesta”, de carácter ‘prepolítico’, propia de sociedades campesinas tenazmente tradicionales y de estructura ‘precapitalista’. En tiempos en que se rompe el equilibrio tradicional, esos brotes se agudizan y el bandolero se transforma en símbolo de resistencia, exponente de las demandas de justicia de la comunidad. No es un innovador, sino un tradicionalista que aspira a la restauración de la ‘buena sociedad antigua’. Esto nos lleva a la apreciación dada por el historiador argentino Félix Luna en el prólogo a su libro Los Caudillos: “La resistencia a todo lo que tendiera a insertar al país dentro del esquema capitalista no era sino una expresión del natural conservatismo de los caudillos, apegados a los valores tradicionales y a una realidad del país que iba desapareciendo, derrotada por la técnica y el capital”. Gauchos y moriscos compartieron por igual la vehemencia de la vida en libertad enmarcada por una cosmovisión tradicional, ambos unidos por un mismo espíritu que trascendiendo el espacio y el tiempo se convirtió en resistencia  e identidad.
***
         Continúa Leopoldo Lugones hablándonos del gaucho y sus aperos: “Jinete por excelencia, resultaba imposible concebirlo desmontado; y así, los arreos de cabalgar, eran el fundamento de su atavío. (…) Su manera de enjaezar el caballo, tenía, indudablemente, procedencia morisca. (...) Las riendas y la jáquima o bozal, muy delgados, aligeraban en lo posible el jaez cuyo objeto no era contener ni dominar servilmente al bruto, sino, apenas, vincularlo con el caballero (...) Las anchas cinchas taraceadas con tafiletes de color, son moriscas hoy mismo. (...) Análogos bordados y taraceos solían adornar los guardamontes usados por los gauchos de la región montuosa. Aquel doble delantal de cuero crudo, que atado al arzón delantero de la montura, abríase a ambos lados, protegiendo las piernas y el cuerpo hasta el pecho, no fue sino la adaptación de las adargas moriscas para correr cañas, que tenían los mismos adornos y casi idénticas hechuras: pues eran tiesas en su mitad superior y flexibles por debajo para que pudieran doblarse sobre el anca del animal”.
         Sumamente interesante nos resulta develar la procedencia de algunos términos claves utilizados aquí por Lugones, por ejemplo: jáquima, del árabe ‘sakina’, cabezada de cordel que hace las veces de cabestro; jaez, del árabe ‘yehez’, cualquier adorno que se pone a las caballerías, en este caso los jaeces; taraceo, del árabe ‘tar’zi’, incrustación; tafilete, del bereber ‘tafilelt’, cuero bruñido y lustroso, mucho más delgado que el cordobán; adarga, del árabe ‘ad-darqa’, escudo de cuero de forma ovalada o acorazonada.

Árabes y Gauchos en el proyecto Sarmiento

         Domingo Faustino Sarmiento ha dejado cuantiosas apreciaciones sobre las semejanzas del gaucho y sus antepasados moros. Si bien su visión de los gauchos era decididamente peyorativa, no deja de suponer un inestimable aporte para el asunto que nos toca. En su obra clásica Facundo, la cual originalmente fue escrita como una denuncia desde la óptica liberal al régimen tradicional de don Juan Manuel de Rosas, establece asombrosos -si bien despectivos- paralelos entre la vida de campaña del beduino y el gaucho. No está demás aclarar que, al establecer estos paralelos, Sarmiento tiene en mente a los habitantes seminómadas del Norte de África (de Argelia más precisamente), que en su mayoría eran de origen bereber, quienes suponían una evidente contracara para los intereses civilizadores (colonialistas) de la Francia de entonces. Sarmiento no duda en trasplantar a nuestra pampa la imagen del beduino, que transformado aquí en gaucho es el obstáculo que deberá ser superado para implantar el proyecto liberal y civilizador que el prócer europeizante ha concebido para la Argentina. Sin embargo debe quedar claro que el paralelo de Sarmiento no es ideal o imaginario: sus viajes al África dejarán testimonio de las indudables semejanzas entre musulmanes y gauchos esbozadas en un primer momento en Facundo. En 1850 inserta en su obra la siguiente nota: “No es fuera de propósito recordar aquí las semejanzas notables que presentan los argentinos con los árabes. En Argel, en Orán, en Mascara, y en los aduares del desierto, vi siempre a los árabes reunidos en cafés, por estarles prohibido el uso de licores, apiñados en derredor del canto de la vihuela a dúo, recitando canciones nacionales plañideras como nuestros tristes. La rienda de los árabes es tejida de cuero y con azotera como las nuestras; el freno de que usamos es el freno árabe y muchas de nuestras costumbres revelan el contacto de nuestros padres con los moros de Andalucía. De las fisonomías no se hable: algunos árabes he conocido que juraría haberlos visto en mi país”.
         Leemos en Facundo: “La vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo de Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del cosaco, o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduino de hoy, asoma en los campos argentinos aunque modificada por la civilización de un modo estraño” (cit. Verdevoye 693). “Las hordas beduinas que hoy importunan con sus algaradas y depredaciones las fronteras de Argelia, dan una idea exacta de la montonera argentina... La misma lucha de civilización y barbarie, de la ciudad y el desierto existe hoy en África; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada entre la horda y la montonera” (Facundo, cit. Verdevoye 694).
         Ahora bien, en sus Viajes en Europa, África y América (1847) el paralelismo se acentúa profundamente tras una visión aún más concreta de los acontecimientos en el Norte de África que le sirven de ejemplo para su tarea en la Argentina. En su ensayo Beduinos en la Pampa: El espejo oriental de Sarmiento, Isabel de Sena apunta que la carta que Sarmiento escribe de Argelia es una apología del colonialismo francés. Haciendo un análisis de las cartas escritas por Sarmiento en aquel momento, De Sena escribe: “El avance de la civilización, o de la colonización, es sistemáticamente metaforizado como movimiento, frente al cual el inmovilismo autóctono se convierte en resistencia irracional: de un lado están las calles árabes, estrechas, húmedas y oscuras, donde se sientan los árabes en el suelo fumando o tejiendo en actitudes ancestrales, inmutables; del otro lado se ve el bullicio: ‘transformación y movimiento; i al paso que van las cosas, dentro de poco podrá sin impropiedad llamarse este país la Francia africana’ (pág. 173). El avance francés en territorio africano, en el lenguaje típico del viajero occidental en África o en América, se asocia a la pulcritud, la luz, el movimiento, el esplendor (...). El campo semántico de lo árabe está, al contrario, marcado por la oscuridad, la credulidad, irracionalismo, primitivismo, fanatismo religioso y, obviamente, barbarie. Son la serpiente en la hierba (pág. 175), una plaga (175). Hijos de una misma especie, de un mismo 'tronco' (177) que los judíos, han degenerado, y personifican los aspectos nefastos de su cultura pastoril de origen: ‘Árabe era Abraham i por más que los descendientes de Ismael odien i desprecien a sus primos los judíos, una es la fuente de donde parten estos dos raudales relijiosos que han trastornado la faz del mundo; del mismo tronco ha salido el Evangelio i el Koran; el primero preparando los progresos de la especie humana, i continuando las puras tradiciones primitivas; el segundo, como una protesta de las razas pastoras, inmovilizando la intelijencia i estereotipando las costumbres bárbaras de las primeras edades del mundo’ (177). La Providencia, en forma de Historia, intervino para dispersar a los hebreos cuando dejaron de tener un papel que desempeñar en el mundo (177), reemplazados en el lineal movimiento hacia adelante por el cristianismo, pero los árabes, que han mantenido sus costumbres pastoriles, se convierten en estorbo, un obstáculo a la civilización”. Estas apreciaciones serán trasladadas a la Argentina: el estorbo será el gaucho, símil pampeano del árabe, y el gobierno ‘tiránico’ de Juan Manuel de Rosas, cuya base social la conformaba el gaucho, será homologado con las ‘tiranías’ del Oriente y del África (por aquel entonces el Imperio Otomano. Curiosamente Sarmiento relaciona el rojo punzó del federalismo con el rojo otomano como símbolo de ‘barbarie’). El ‘atraso’ obstaculizador frente al ‘movimiento’ civilizador es representado por el pueblo islámico tradicional en Argelia y por el gaucho en la Argentina. Las pautas ‘negativas’, que Sarmiento percibe como características anquilosadoras, pertenecen a un acervo cultural y espiritual compartido que emparentan tradicionalmente al musulmán árabe-africano y al gaucho argentino.
         Similarmente a su visión del árabe, Sarmiento dice del gaucho: “Tengo odio a la barbarie popular... La chusma y el pueblo gaucho nos es hostil... Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos, ¿son acaso las masas la única fuente de poder y legitimidad? El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo, haciendo que los cristianos se degraden...” (Carta a Mitre fechada el 24 de septiembre de 1861). “Se nos habla de gauchos... La lucha ha dado cuenta de ellos, de toda esa chusma de haraganes. No trate de economizar sangre de gauchos...es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos” (Carta a Mitre fechada el 20 de septiembre de 1861). “Son animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor” (Carta a Mitre, marzo de 1862).
         Decidido a conocer las causas de todo ‘progreso’ y ‘atraso’ social, Sarmiento inicia los Viajes ya citados que dejará documentados para la posteridad. En líneas generales, atribuye el atraso de la Argentina al elemento español que ha predominado en los habitantes de nuestra tierra, elemento sumamente arabizado, y que debe ser exorcizado mediante el ideario y la inmigración europea (francesa e inglesa) y estadounidense, representantes acabados del desarrollo liberal, capitalista y republicano. A su paso por España escribe: “El español de hoy es el árabe de ayer, frugal, desenvuelto, gracioso en la Andalucía, poeta y ocioso por todas partes; goza del sol, se emborracha poco, y pasa su tiempo en las esquinas, figones y plazas. Las mujeres llevan velo sobre la cara, la mantilla, como las mujeres árabes. Se sientan en el suelo en las iglesias, sobre un tapiz o alfombra con las piernas cruzadas a la manera oriental. En todo el mundo cristiano lo hacen en sillas, en Roma incluso. Los hombres llevan la faja colorada de los moriscos; los andaluces la chamana, los valencianos la manta y las gabuchas; los picadores conservan los estribos; y el gobierno de los Capitanes generales, cadies absolutos de las provincias que se entrometen en hacer justicia a la manera de Aroun al-Raschid. Rézanse tres oraciones al día, en contraposición a las cinco  plegarias enunciadas por el Muhezzin...”.
         Notables comparaciones entre nuestros criollos y los árabes musulmanes encontramos en su libro El Chacho, donde Sarmiento escribe acerca del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza: “Su situación en la República Argentina, con su carácter y medios de acción, era la de los cadíes (gobernador, juez) de las tribus árabes de Argel”. Y hablando sobre el influjo que el caudillo ejercía sobre sus “muchachos” inserta la siguiente apreciación: “Tiene en los Llanos la misma explicación que en los países árabes la vida del desierto; pues aquella parte de La Rioja lo es; aunque tiene pastos...”. En Facundo ya ha demostrado estas analogías entre los espacios físicos, determinantes de un tipo humano particular; allí escribe: “He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes, y sus cisternas; hasta en sus naranjos (...) Pero aún no dejaría de sorprender por eso la vista de un pueblo (el riojano) que habla español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado, árabe...”. A este respecto, Lapesa escribe que los moriscos andaluces eligieron sitios análogos a los de su procedencia para afincarse en América, sobre todo teniendo en cuenta su ascendiente campesino, rural, y la sangre mora que traía en ella nostalgias de espacios abiertos y libertades.
         Sarmiento establece notables paralelos entre los habitantes de la campaña riojana y los árabes del Asia y África, culpables según su visión desarrollista del atraso de la comunidad a la que pertenecen; para esto tampoco duda en remitirse al ascendiente aborigen de los criollos, siendo así, en sus apreciaciones peyorativas, uno de los principales autores clásicos argentinos en revelar al criollo como un resultado evidente de la mestización entre nativos amerindios y moriscos peninsulares. Remitiéndose al arraigo natural de los gauchos a la tradición vernácula, en El Chacho escribe: “La tradición es, por otra parte, el arma colectiva de estas estólidas muchedumbres embrutecidas por el aislamiento y la ignorancia. Facundo Quiroga había creado desde 1825 el espíritu gregario; al llamado suyo, reaparecía el levantamiento en masa de los varones a la simple orden del comandante o jefe; la primitiva organización humana de la tribu nómade, en un país que había vuelto a la condición primitiva del Asia pastora (...) De estos resabios salió la montonera, pronunciándose, al expirar en el movimiento final del Chacho, bajo las formas de un alzamiento de campañas, (...) casi indígena”.
         En Recuerdos de Provincia, al narrar su viaje por Argelia en 1845, nos sigue dando sus apreciaciones: “En Argel me ha sorprendido la semejanza de fisonomía del gaucho y del árabe, y mi chauss (guía indígena de la administración colonial francesa en Argelia) me lisonjeaba diciéndome que, al verme, todos me tomarían por creyente. Mentéle mi apellido materno que sonó grato a sus oídos, por cuanto era común entre ellos este nombre de familia; y digo la verdad, que me halaga y sonríe esta genealogía que me hace presunto deudo de Mahoma”. En su Vida de Sarmiento, Ricardo Rojas aclara que Sarmiento estaba en Argelia “porque deseaba ver el desierto y sus árabes, sospechándolos muy semejantes al paisaje argentino y a los gauchos”. Sarmiento lo confirma en su Facundo: “...así hallamos en los hábitos pastoriles de América, reproducidos, hasta los trajes, el semblante grave y hospitalidad árabes”.
         Nuevamente, en Recuerdos de Provincia, Sarmiento se ocupa de su genealogía, y continuando una línea ascendente que parte desde su madre, Paula Albarracín, se remontará a un líder moro llamado Al Ben Razín, quien en el contexto del ingreso musulmán en la Península Ibérica, estableció una familia y dio su nombre a una ciudad, siendo así que Albarracín, ciudad de la provincia de Teruel (España), sólo constituye una derivación de aquella.
         Entre los grupos de etnia amazigh que cruzaron a la Península Ibérica en el siglo VIII, se encuentran los Hawara, del tronco de los Botr, y al cual pertenecía la familia de los Banu Razin. Los asentamientos correspondientes a esta etnia Hawara son reconocibles porque al comienzo de sus respectivas denominaciones aparecen los prefijos ‘banu’ o ‘beni’, y su presencia se difundió por el centro, sur, y este de la Península, siendo que en lo que respecta a la familia de los Banu Razin, ésta se posicionó en el macizo entre Teruel y Cuenca, con el propósito de defender las fronteras de Al-Ándalus.
         Será el historiador español Jacinto Bosch Vilá quien, señalando que los Hawara fueron una de las primeras etnias amazigh que se establecieron en las tierras fronterizas de Al-Ándalus, describe a una de sus fracciones, los Banu Razin, como una familia ‘numerosa y rica’ y que ocupando “castillos al sur de la actual provincia de Teruel llegaron a constituir en Santa María de Ben Razin una dinastía taifa...”
         Los Hawara o Huara o Houara, habían habitado el Fezzan Libio (región sudoeste del país) y, conforme a los estudios realizados por el francés Charles Foucauld, el término ‘Huara’ debe asociarse con el vocablo ‘Ahaggar’, tuareg noble. Posteriormente habrían de emigrar hacia la costa del norte de África, pasando a dominar a las antiguas poblaciones allí asentadas hasta integrarlas étnicamente. El islamólogo franco-argelino Evariste Levi Provençal, en Historia de la España Musulmana hasta la Caída del Califato de Córdoba (1950), sustenta también el origen amazigh de los Banu Razin. No sólo en nuestros gauchos, sino que en numerosas asociaciones encontramos elementos norafricanos en nuestra Argentina, provenientes de los moriscos llegados al Río de la Plata.
          En definitiva, y teniendo en cuenta que nuestra investigación está dando recién sus primeros pasos, estas breves notas que hemos recogido nos llevan a concluir que el Gaucho tiene un poderoso antecedente en la civilización de al-Ándalus, la España Musulmana, cuna de los pueblos iberoamericanos, civilización que así mismo recibió la fuerte impronta cultural y espiritual de las tribus imazighen del norte de África encargadas de transmitir a la Península Ibérica el flujo tradicional del acervo islámico.



[1] Hemos brindado dos ejemplos históricos que indudablemente aproximan estas armas criollas a sus antecedentes moros. En su libro ‘Esgrima Criolla’, López Osornio se remite a un origen tal vez más elemental pero que no deja de ser históricamente viable e interesante.

[2] Así encontramos en un cantautor argentino contemporáneo, el gaucho y payador surero Alberto Merlo (1931-2012), una payada titulada ‘De pie forzado’, en la cual expone excelentemente este género de interpretación (en el disco ‘Paisano’).